Introducción




ROSAS

por Joanna Escuder



Quien busca el sentido, primero encontrará la culpa.
Si acepta la culpa, se revelará el sentido.


Lo que encierran las Rosas…

Cada vez que me pongo a pensar y te miro, siento que sin ti nunca nada será lo mismo.
Cada vez que tus ojos azorados me miran, me apetece, todo se torna más y más intenso.
Nada es por pura coincidencia. Está claro lo que debo hacer. No volver a mirar atrás.
Cuando pienso, se hace evidente. El entusiasmo se apodera de mí. Ya nada es lo mismo, nada es igual. Ahora me purifico todos los días.
Cada vez que te cruzas en mi camino, olvido las horas perdidas en aquel lugar oscuro al que nunca regresaré.
Cada vez doy un paso más hacia el equilibrio, reconociendo la armonía. Siento como la tranquilidad me invade, ya no tiemblo, ni siento escalofríos. Porque no tengo miedo.
Consigo percibir el perfume de la primavera. Mi ánimo no desfallece, pues sé que todo esfuerzo tiene su justa recompensa.
Nunca nada podrá ser peor que el día anterior. Porque cada vez tengo más claro cual es mi camino…




La Rosa de la Alegría



No perdáis vuestro tiempo ni en llorar el pasado ni en llorar el porvenir. Vivid vuestras horas, vuestros minutos. Las alegrías son como flores que la lluvia mancha y el viento deshoja.
Edmond Gouncourt

Cada vez que pasaba por aquel lugar sucio y húmedo, le recordaba las horas perdidas en aquel sitio oscuro al que nunca más regresaría. Era evidente que continuaría adelante, buscando, sin freno, no sin algo de desesperación, pues tenía claro que el futuro le deparaba algo más, algo interesante, algo a lo que no podía dar la espalda por más tiempo. Cogió el viejo abrigo heredado de su abuela y poca cosa más y huyó rápido, sin tan siquiera volver la vista atrás para despedirse, sólo quería mirar al frente, justo hacía delante, era allí por donde el destino la sorprendería inevitablemente, era una intuición, un fuerte presentimiento. Alguien, hacía poco le había dicho con toda la razón:
- Escucha a tu corazón. No vayas en contra, porque entonces nunca encontrarás la tranquilidad.

De aquello hacía ya tiempo. Se sentía bien, por fin estaba serena y ufana, con ganas de todo, con ganas de decirle a todo el mundo cual era su estado de ánimo, de explicar como había conseguido darse cuenta de cual era su verdadero camino, por donde no debía deternese nunca. No le daba miedo el sacrificio que tuviera de hacer, ni las horas de trabajo, ni los ratos de soledad, ni las de recogimiento, todo aquello sería bienvenido, se convertiría en una parte importante de su vida. Era consciente también de que no podía reservar para ella todo el conocimiento que iba adquiriendo, que aquello que aprendería con los años, estaba obligada a compartirlo, por lo tanto, antes debería hacer un gran esfuerzo, un gesto de renuncia, un gesto profundo y de magnitud incalculable, un gesto que la haría dudar, tambalearse y en algún momento arrepentirse, pero era esencial para caminar por aquel camino que había escogido. Todo y todos tenían fe en sus posibilidades.

Estaba sumergida en profundos pensamientos que la llevaban a navegar arriba y abajo, sin dejar de moverse, puede que con demasiada energía, situación que debería empezar a controlar para que no se descontrolase el proceso de aprendizaje. Recordaba con una sonrisa cuando se le presentó el momento de elegir. Fue un momento difícil. Era una decisión muy importante la que debía tomar como para tomarla de forma precipitada. Era el si, o el no. Era el hasta aquí y empezar de nuevo o bien, el todo sigue como hasta ahora, monotonía, aburrimiento, desidia...

Fue un claro día de primavera, temprano, justo a la hora que a ella le gustaba pasear por la playa. Estaba profundamente concentrada en sus pensamientos, en aquella lucha interna que no la dejaba parar ni un solo día, desde que un punto de claridad apareció delante de ella. Se mojaba los pies, notando el frescor del agua y el calor del sol en el resto de su cuerpo. Se lo pensó dos veces antes de introducirse en el agua, estaba todavía un poco fría. No apetecía mucho, en cambio lo hizo, por que sabía que lo tenía que hacer, le gustara o no. Tenía muy claro que el impacto de la piel con las aguas a veces hace reaccionar el cuerpo de forma que lo rechaza, pero que una vez el cuerpo se acostumbra a aquella temperatura, el contacto se vuelve de lo más agradable. Es cierto, que dependiendo de la temperatura del agua, es más o menos fácil acostumbrarse. También tenía muy claro que la misma energía desprendida por el cuerpo, hacía que el baño fuera más o menos soportable. Entró en el mar dejando que sus pies se cubrieran por las espumosas y rizadas olas. Más tarde, fueron las rodillas y unos pasos más adelante, por fin las caderas. Aquí se detuvo, fueron unos instantes de gran duda interna, volvía a producirse la lucha, tomar una decisión que aparentemente sería rechazada por su cuerpo, en cambio, la atracción por aquellas aguas... era demasiado fuerte. Siempre que se lanzaba lo hacía con todas las consecuencias, siempre consciente de los impedimentos o de las trabas que pudieran aparecer. Ella se sentía capaz, segura de si misma, con absoluta fe en aquello que tanto ansiaba. Hizo una fuerte inspiración y se tiró de cabeza, sumergiéndose por completo, abusando con placer, gozando de aquel increíble momento, aquel rato de espiritualidad tan intensa que la transportaba allí donde quería llegar, cada día un poco más lejos, cada día más arriesgado pero al mismo tiempo con más seguridad. Sentía como el placer se metía en los poros de su piel, como la hacía sentir escalofríos y temblar a la vez, como la sensación de liberación y de sincronización cuerpo alma se acababa de producir provocando aquellas olas de satisfacción.

Estaba profundamente sumergida cuando de repente un ruido a su espalda le hizo dar un salto de sorpresa. Alguien más se había sumergido con ella, alguien la estaba acompañando en el trayecto y hasta aquel momento no se había dado cuenta. Alguien que la quería de verdad, alguien que pensaba todos los días en cuando se produciría el encuentro. Finalmente había llegado el momento. La advirtió de su presencia, con delicadeza, con todo el cuidado que se puede tener con aquello que más quieres. Ella se volvió lentamente con excesiva paciencia, quizás. Lo reconoció sin ninguna duda, supo quien era al instante. Era él, era aquello que tanto deseaba, era su amor, era su tesoro más preciado.
Se dieron la mano con ternura, con una ternura que hacía remover los sentidos, para continuar nadando, a veces sumergidos, a veces sacando la cabeza fuera de las aguas para coger aire, llenarse y volver a bucear. Disfrutando de la alegría que la impregnaba por primera vez. Una alegría intensa, un goce difícil de explicar con palabras. En un momento dado, mientras disfrutaban de las profundidades del mar, la chica distinguió de lejos una perfecta Rosa de agua que su acompañante percibió al mismo tiempo. Se sumergió hasta la parte más profunda del océano para coger la Rosa para su amada, arriesgando todo lo que tenía, sin dudarlo un instante. Ella le agradeció el gesto eternamente. Tenía claro que si no hubiera tomado aquella decisión nunca se hubieran encontrado y nunca hubiera disfrutado del placer de la alegría por haber elegido correctamente.

La Rosa de la Victoria





Cada hombre es su legislador absoluto, el que a sí mismo se dispensa la gloria o la oscuridad; él decreta su vida, su recompensa y su castigo.
The Idyll of the White Lotus


Cada vez que lo veía temblaba y sentía un escalofrío que daba miedo. Lo observaba a distancia, con detenimiento, intentando entrar en su interior, intentando entender aquel estado enfermizo que lo llevaba a estar dentro de la parte más oscura y profunda del alma. Él ni tan siquiera le prestaba atención, aunque sabía que ella estaba allí, que la podría reconocer en cualquier momento, pero no le interesaba, prefería continuar concentrándose en aquello que más vilmente alimentaba su interior, la sed de venganza, el odio, el fracaso, la ingratitud, la desesperación, pero sobre todo la soledad. Aquella soledad que nunca lo importunaba, con la que se sentía pleno, suficiente, donde se creía protegido. La soledad no le molestaba nunca, le envolvía con aquel silencio sepulcral tan bienvenido y le invitaba a pensar que lo que pasara al día siguiente, era indiferente, otro nuevo silencio sería bienvenido. En aquella soledad era donde crecían y se multiplicaban sus emociones, su instinto perverso, sus pensamientos retorcidos, sus extravagancias y sus manías y si encima, la soledad iba de la mano de la negra oscuridad de la noche, era cuando alcanzaba el éxtasis, era cuando se encontraba en sus dominios, donde se mantenía en toda su plenitud.
Rosa lo continuaba observando, cada día un poco más cerca, acercándose con delicadeza, dando pasos muy cortos, acortando la distancia cada día que pasaba. Lo tenía que hacer, debía hacerle ver que ella también estaba allí, que su soledad tenía los días contados, que no lo dejaría continuar solo por más tiempo, porque debía de ser así, este era el trato. Tenía que llamar su atención. Esta era su principal meta. No podía consentir que transcurriera un día más a tanta distancia todavía el uno del otro.
Se lo encontró sentado en la estación del tren, en medio de un montón de personas que iban y venían, que pasaban por delante de él formando una nube que emitía luces de todos los colores y tonalidades. De tanto en tanto, levantaba la cabeza y mostraba una escalofriante sonrisa a todo aquel que le reconocía. Rosa fue elocuente, aprovecharía aquella confusión para sentarse a su lado. Lo hizo, con recelo pero segura de lo que estaba haciendo, notó como él tembló al percibir su perfume y su calidez. Instintivamente, le dio la espalda sin ni tan siquiera asegurarse de quien era, cerciorarse de quien le molestaba con su compañía. En el fondo él sabia perfectamente que Rosa se acababa de sentar a su lado, pero no tenía ninguna intención de darle la satisfacción de mirarla a la cara, era muy peligrosa. Sabía que si la miraba perdería sus facultades, aquellas que lo mantenían despierto. No dudó un segundo en girarle la cara con desprecio. Ella tranquila, le susurró al oído para hacerle notar que estaba allí y que no se iría tan facilmente. Él la conocía suficientemente bien para no confiarse.
Se levantó, enfadado, no hablaría con ella, no tenían nada que decirse. Debía hacer alguna cosa para perderla de vista, para esconderse y que lo dejara solo, la soledad no le molestaba y en cambio ella si. Empezó a caminar al lado de las vías del tren, demasiado cerca, quizás. Caminaba decidido, paralelo al camino que marcaba la línea del ferrocarril. Ella se levantó para seguirle los pasos, justo a su espalda, fuerte y segura de lo que estaba haciendo. Lo atraparía, se pondría a la par y en cuanto él se diera cuenta de su error, lo avanzaría sin titubear un segundo.
Él iba ahora demasiado deprisa, pero esto no fue ningún impedimento para Rosa, estaba bien entrenada y era mucho más ágil de lo que parecía. De repente, él se giró, dándole un buen susto, no se esperaba aquella reacción, no en aquel preciso momento. Se había puesto unas gafas oscuras que le impedían verle los ojos, constató su firmeza, aunque se cubriera los ojos, tenía delante a un ser respetable. Por un momento, se quedó parada, sin saber que hacer ni como reaccionar. Ciertamente la había cogido desprevenida. Se pusieron cara a cara, plantados a dos pasos de la vía. Ninguno de los dos se decidía a actuar, era peligroso para ambas partes. Finalmente fue Rosa quien le ofreció su mano y le pidió que caminaran juntos, uno al lado del otro, con respeto. Él hizo ver que se lo pensaba, pero al final accedió. Se cogieron de la mano para continuar caminando, esta vez a la par. No se dirigieron la palabra en ningún momento, era mejor así. Ninguno de los dos podía bajar la guardia. Evidentemente no se fiaban el uno del otro. Hicieron kilómetros y kilómetros en perfecta armonía. Ella de tanto en tanto se lo miraba e intentaba acertar a ver su interior. Él que se lo imaginaba, levantaba una pared infranqueable para no dejarla acceder. Rosa no paraba de darle vueltas, no dejaba de pensar, en realidad él le inspiraba ternura y compasión, si se hubiera dejado, lo hubiera mecido en sus brazos para apagar su fiereza, pero eso era un imposible. Nunca se podría producir. En realidad no podían vivir el uno sin el otro. Al tiempo que sentía estas emociones y de forma involuntaria, apretó con más energía de la necesaria la mano de él. Él respondió con una agresividad fuera de lugar, al percibir como la calidez le subía por el brazo, la soltó, antes que le pudiera llegar al corazón, culpándola, recordándole que eso no formaba parte del trato. Gritando que en cuanto la atrapara le arrancaría hasta el último pétalo, que la dejaría desnuda, que borraría su perfume para que se confundiera con el aire. Fue entonces, cuando ella en un ataque de valentía, apretó a correr para adelantarlo, para ponerse delante de él y así poder superarlo. Corría con una rapidez fuera de lugar, era ágil como una gacela. Él, justo detrás, le lanzó una amplia y provocadora sonrisa y acto seguido, la persiguió. No le hacía falta esforzarse demasiado, aquella mujer era patética, ella solita había caído en el engaño. En pocos metros aparecería un túnel, se adentrarían en él. El ansiado túnel atravesaba la montaña de lado a lado, se trataba de un túnel oscuro y excesivamente largo para que ella tuviera la suficiente energía como para conseguir llegar al otro extremo y escapar. Fue justo en el instante en que la oscuridad de la gruta la envolvió, cuando se dio cuenta de que había sido una auténtica estúpida, que sin quererlo, había caído en una trampa de la que tenía muy pocas posibilidades de salir victoriosa. Las piernas le empezaban a desfallecer, la fatiga, el cansancio, el agotamiento, sensaciones que se acumulaban por todo su cuerpo. Era ahora, un ser debilitado y vulnerable por la oscuridad que lo envolvía y que pretendía abrazarla en un gesto destructivo. Le era totalmente imposible distinguirle, sólo era capaz de escuchar sus estruendosas risotadas, su jocosidad, su fanfarronería. Le pareció notar una ligera vibración. Abrió todos los sentidos para captar aquello que podría ser su salvación. Efectivamente, se mostró atenta y rápida. Si era avispada podría sorprenderlo y no sólo librarse de él, sino que además, ganaría aquella batalla.
Él, sumergido en su prepotencia, no se daba cuenta de nada, continuaba ufano, creyendo convencido que todo estaba acabado para ella, que la volvería a mantener a raya, alejada a su espalda tanto tiempo como le viniera de gusto. Estaba demasiado entretenido, tan orgulloso de su habilidad que sus sentidos estaban cerrados a cualquier otra percepción ajena a sus emociones.
Ella percibió claramente su ignorancia, tuvo muy claro que lo tenía que continuar distrayendo hasta que llegara el momento oportuno. Y así lo hizo. Hizo ver que era débil, que era vulnerable, que realmente se sentía cautivada por su persona, por su fortaleza e inteligencia, le hizo creer que lo quería, que sería solamente suya, que haría todo lo que él quisiera, que no opinaría, si él no se lo pedía, que sería en definitiva su esclava.
El tren estaba ya a punto de pasar a la altura de ellos. Se encogió, algo que a él le pareció magnífico. Se volvió pequeña, casi invisible, para que él quedara convencido de su servilismo, de su imposibilidad, de su dominio supremo. Pocos segundos después, se escuchó claramente, un grito estremecedor, un lamento indescriptible, un dolor inconsolable, que permaneció en las entrañas de la montaña, golpeando en sus paredes, días y días, semanas, meses, años, quizás siglos...
¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo Rosa había podido huir de la oscuridad, como lo había conseguido...? Fue tan rápido, que no tuvo tiempo de darse cuenta de nada, y mucho menos de reaccionar. Ella se giró para mirarlo, desde el techo del tren que la sacó a toda velocidad de aquel lugar profundo al que no pertenecía. Aquel tren que la conduciría a la libertad, que le permitió volver a hacer volar los sentidos, a gozar con la luz, a temblar de felicidad, a sentir el placer en su piel, a dejar que quien quisiera, se llenara con su preciado aroma. Únicamente le había dado tiempo de arrancarle aquellas gafas oscuras que le tapaban la parte más débil y vulnerable. Pudo observar como se encogía de dolor, como la furia se apoderaba de él hasta causarle un dolor que no se calmaría más que con el paso del tiempo.
Rose le comtempló no sin ternura, viéndole aparecer caminando aún por las vías, con un aspecto frágil, con la cabeza baja, abrumado, miserable. A pesar de su compasión, era consciente de que no se podía fiar, que aquello era sólo apariencia, que la realidad quedaba oculta, oculta en su propia penumbra. El triunfo de Rosa era el fracaso de él, quien no tenía ni idea, por culpa de su propia ignorancia, que aunque que se le arranquen todos los pétalos a la Rosa, ésta nunca jamás pierde su perfume, porque su esencia va mucho más allá.

La Rosa de la Paciencia





La paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo.
Giacomo Leopardi


Cada vez se sentía más agitado. Pasaban ya horas desde que él y la chica hubieran decidido encontrarse, la casualidad hizo que no coincidiesen, aunque ambos habían acudido a la cita. Sorprendentemente ella se había colocado de espaldas al chico, buscando en la dirección equivocada. Estaba nerviosa, quizás demasiado agitada, aquello no era necesario, se tenía que tranquilizar un poco, pues el estado que llevaba no la ayudaba a tener una visión clara de la situación.
Por otro lado, él, situado justo donde habían quedado en encontrarse, se mantenía a la expectativa, paciente, cauteloso, con un cierto recelo, pero tranquilo, la conocía bien y sabía seguro que en un momento u otro ella miraría hacía donde tenía que mirar y se lo encontraría de frente, con el alma abierta a su amor, tal y como habían pactado en su día, un día lejano pero no por eso inolvidable, un día en el que se juraron amor eterno, un día que nunca el transcurso del tiempo podría borrar de sus memorias. Deslizó los dedos por los pétalos de una Rosa añeja, antigua pero no por ello menos fresca y aromática, notando la suavidad del terciopelo con el que estaban hechos sus pétalos. Trató la Rosa siempre como un tesoro, era lo único que tenía de ella, era aquella Rosa su única conexión. Habían podido gozar tan sólo de un escaso segundo de felicidad, de aquello que llaman felicidad absoluta, algo que muchos ni se lo pueden imaginar. Es cierto, que fue muy fugaz, fugaz pero intenso. Hacía tanto de aquello...
Recordó el momento, lejano en un rincón profundo de su memoria, recordó como ella paseaba contorneándose, luciendo su esbelta figura y su impresionante altura. Llevaba una falda por debajo de las rodillas que ondeaba al ritmo de sus movimientos sinuosos, una camisa de gasa blanca, casi transparente, dejaba adivinar la belleza de sus pechos, firmes y bien formados, sus cabellos largos, rizados de tonos rojizos como el cobre, sujetados por una lazada hecha con un bonito trozo de tela de hilo, su piel blanca, salpicada por graciosas pecas y aquellos grandes ojos, verdes, geniales... Nunca olvidaría aquella imagen. Caminaba decidida por el centro mismo de la calle, una calle de tierra y piedras que atravesaba el pueblo de lado a lado, la calle principal. A cada paso que daba, levantaba un remolino de polvo que la envolvía sutilmente. Al observarla de lejos y por el efecto del sol que la iluminaba desde atrás, por un momento, le pareció que se trataba de una aparición. Para su sorpresa la chica, que debía tener poco más de dieciocho años, se dirigió hacía donde él estaba, alucinado por su presencia. Se fijó y se dio cuenta entonces que llevaba alguna cosa en las manos que de lejos no pudo distinguir. Cesó en su tarea de guardar las herramientas de labrar sobre el carro, pues no podía apartar la vista de la chica que cada vez estaba más cerca. Notó un fuerte escalofrío y una agradable sensación que recorrió todo su cuerpo, como si le pasara la corriente a muy alta intensidad, recorriendo toda su piel, huesos, músculos y vello, como si de repente tuviera que ocurrir algo inesperado, algo que había deseado toda su vida. La chica se encontraba a tan sólo diez metros de distancia. Sin poderlo evitar, la miró directamente a los ojos, clavándose sus miradas con tanta fuerza que casi se podía percibir la energía desprendida en aquel momento por aquellas dos almas inexpertas pero a la vez llenas de amor. A él le cayó la azada de madera y hierro que llevaba en las manos provocando un fuerte ruido al chocar en la tierra, pero ni siquiera eso le inmutó. La atracción fue tan fuerte que no pudo reaccionar ni tampoco desviar la mirada. Ella le sonrió con un afecto tan inmenso que le provocó temblores imparables. Las piernas no le respondían, no era capaz de articular una sola palabra, la voz se resistía a emerger por su garganta que reaccionó atrofiada. Hubiera querido decirle tantas cosas...

Cuando llegó a su altura pudo notar con claridad su sinuoso perfume de Rosas, hizo una fuerte inspiración para que el aroma le penetrara hasta lo más profundo y llenara su corazón con su esencia. Fue tan fuerte la sensación que unas lágrimas le brotaron imparables. Fue un sentimiento nunca antes conocido. Era la paz que se había introducido por todos los rincones de su ser y lo transportaba a un dulce y acogedor lugar que le hacía volar, como si su cuerpo fuera ajeno a la gravedad. No sabía cuanto tiempo había pasado hasta el momento de recuperar los sentidos, cuando se dio cuenta de que estaba allí, tocando con los pies en la tierra. Fue tan fabuloso...
Ella ya no estaba, debía de haberse alejado por alguna calle perpendicular, pues no quedaba ni rastro de su presencia. Pidió a un hombre que paseaba calle arriba si la había visto. Era muy extraño, aquel hombre no había visto a nadie, en cambio debía haberse cruzado con ella. Una mujer, que venía de comprar, tampoco la había visto, ni aquellos dos niños que jugaban a perseguirse... ¿Cómo se había podido esfumar de aquella manera? Se puso nervioso, no podía pederla, tenía que hablar con ella, la tenía que encontrar. Empezó a correr en la misma dirección, mirando a un lado y a otro de las calles. Su ansiedad no le permitía razonar. En ningún momento se detuvo a pensar que le diría cuando se la encontrara cara a cara, con que excusa la acecharía y que intenciones tendría. Se pasó más de dos horas dando vueltas arriba y abajo sin sentido, preguntando a unos y a otros, entrando en las tiendas y llamando a las puertas de las casas, sin éxito. El sol estaba bajando, empezaba a refrescar, la tarde se volvió penumbra igual que su pesar. Parecía imposible lo que le estaba pasando...
Cuando fue consciente de que no la volvería a ver, de que quizás todo había sido efecto de su imaginación, decidió volver a casa, no tenía ganas de trabajar, el día para él se había acabado en el mismo instante en el que ella desapareció.

Vivía en las afueras del pueblo, en una casa apartada, sin vecinos cercanos, con una gran extensión de terreno de cultivo. Estaba solo, hacía más de dos años que sus padres habían muerto. Era joven, fuerte y valiente, pero también un poco tozudo y bastante reservado, no tenía muchos amigos, más bien ninguno en el que confiar. Se subió al carro y animó al burro a caminar para regresar a casa. El animal debía notar su abatimiento pues cada paso que daba parecía que le costaba un gran esfuerzo. A Lucas no le quedaban ánimos para azuzarle y lo cierto era que tampoco tenía ninguna prisa en llegar, nadie le esperaba, únicamente cuatro blancas paredes en las que cobijarse y sentirse resguardado. Si ella no estaba, que más le daba todo. Era aquella mujer y no otra la que le había hecho temblar, sin ella, nada tenía sentido.
Entraron, burro y amo, pensativos por la puerta de la verja que rodeaba la finca. Liberó al animal para que pudiera acudir a alimentarse y descargó las herramientas del carro con toda parsimonia. Había perdido las ganas de hacer nada, se había hecho tarde y tampoco tenía ánimos. Entró en la casa, era grande, demasiado grande para él, confortable, sin grandes comodidades, pero con todo lo necesario, se notaba que no había ninguna fémina que la habitara, nadie que le diera aquel toque femenino, como cuando vivía su madre. Se dejó caer apesadumbrado sobre el viejo balancín ya gastado que había pertenecido a su bisabuela. El momento invitaba a balancearse, a balancearse suavemente, como se lo hacía su madre cuando era pequeño y se ponía triste. Cerró los ojos intentando recordar la cara de la chica, para volver a percibir su olor, para volver a sufrir con las mismas sensaciones. Consiguió imaginársela, pero no fue lo mismo. Se sentía tan melancólico que casi no podía ni llorar por aquel amor perdido. Por algo, que en realidad no podía decir que había sido amor ni tampoco que había perdido, porque aquel sentimiento nunca le había pertenecido.
Estaba sumergido en aquellos dolorosos pensamientos cuando alguien llamó con fuerza a la puerta. Se dio un buen susto, no esperaba ninguna visita. El llamar era insistente, reaccionó para salir corriendo a abrir, con un ápice de esperanza en los ojos, con una intuición. Al abrir la puerta se encuentró a los dos niños que unas horas antes estaban jugando en la calle cuando sucedió todo, uno de ellos llevaba una cosa en las manos. Al verlo, sé quedo boquiabierto, era la misma Rosa que la chica pelirroja llevaba aquella tarde. Se quedó parado sin saber que hacer, el niño más pequeño, el que asía la Rosa, se la ofreció, el mayor dijo:
- Señor, esto es para usted, de parte de la chica desconocida del pueblo.
- ¿Dónde está la chica? ¿Qué os ha dicho...? ¿Os ha dado su nombre...? – Estaba hablando con absoluta desesperación, tomando la Rosa con delicadeza sin dejar que su nerviosismo pudiera perjudicar sus dulces pétalos.
- Se ha ido, nos ha dado esto y nos ha pedido que lo trajéramos hasta esta casa y se lo entregásemos al hombre que vive en ella. Nada más, no nos ha dicho nada más, nos ha dado un beso y nos ha dado las gracias. Es tan guapa...– Aseguró el niño dando todas las explicaciones posibles. Sin entender nada de lo que pasaba entre aquellas dos personas.
- Está bien, gracias chicos por haber llegado hasta aquí, espero que vuestras madres no os estén buscando... No tengo nada para daros, - dudó - bueno, si, tengo unos pocos higos recién cogidos, ¿si os gustan...? – Se los ofreció agradecido de verdad.
- Si, yo quiero uno – Fue el pequeño el primero en hablar.
Les ofreció un plato lleno de higos y les permitió que cogieran todos los que se pudieran comer. Los niños fueron muy educados y solamente tomaron un par cada uno y se marcharon al mismo tiempo que se los comían con deleite, de regreso al pueblo.
Lucas se quedó parado con la Rosa en las manos, sin saber que hacer, no entendía nada de lo que estaba pasando. Cerró la puerta y se dirigió hacía el balancín, cogió la Rosa con ternura mientras se columpiaba con suavidad. Observó la Rosa con detenimiento. Deslizó los dedos por los pétalos notando la suavidad del terciopelo con el que estaban hechos. Bajando a lo largo del tallo, cuando de repente descubrió un papel plegado que lo envolvía. Lo retiró intrigado y emocionado. Parecía un mensaje.
Cuando leyó el mensaje lo entendió todo de repente. Era cierto que nunca podría olvidar aquella oleada de amor que le había invadido. Se sentía feliz como nunca antes lo había estado, unas lágrimas de pura felicidad resbalaban por sus pómulos. Cogió la Rosa y decidió que hacer con ella. Lo tenía muy claro. Todo ahora, sería diferente. Sólo restaba tener la suficiente paciencia.

La Rosa de la Dicha




La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar.
Thomas Chalmers



Cada vez lo mismo, siempre igual. Hacía tiempo que esperaba, se estaba haciendo tarde, esperaría un poco más y si no se presentaba, tal como habían quedado se marcharía. No era la primera vez que la dejaba plantada, lo hacía habitualmente, siempre que se ponía de mal humor. Estaba de su humor hasta las narices. Si con un poco de suerte se lo encontraba agradable, dicharachero, no había problema, todo iba como la seda. En cambio, como estuviera girado..., ya podía mantenerse alejada, contra más alejada mejor. Que mal carácter. ¿Qué le ocurría a aquel hombre para tener un humor tan variable? Alguna vez había intentado razonar con él, aconsejándole ir a consultar a un especialista. Le llamaba especialista por que no osaba nombrar al psiquiatra. Una tontería, pues hoy en día quien más y quien menos, deberíamos ir a ver a uno, al menos una vez en la vida. Pero Óscar no, no quería de ninguna de las maneras. La trataba de tonta cuando se lo insinuaba y encima se hacía el ofendido. Ofensa que le duraba el resto del día y a veces hasta el día siguiente. Lo cierto era que la tenía muy harta. No era capaz de comprenderle. Se veía atada a una persona inestable, incoherente y por encima de todo, egoísta. Si no tuviera aquel carácter desordenado, haría lo posible para estar bien, para llevar una convivencia tranquila, aquello era imaginar lo imaginable. Nunca se preocupaba por nada de lo que puediera pasarle, sentir o ocurrir. Ni siquiera se dignaba a preguntar lo más obvio, tanto le daba su estado de ánimo, sus penas o sus alegrías, si se encontraba bien o mal. Estaba convencida de que no representaba ninguna preocupación, era un simple objeto más en la casa. Ella, pese al continuo desprecio se mostraba entera, fuerte y orgullosa. Quizás eso era lo que ha öscar le hacía pensar que Rosa podía cuidarse sola, que no necesitaba nada ni a nadie. No se le ocurría pensar que ella también necesitaba ser amada, sentir el cariño, saber que alguien se preocupaba por su persona cada día, saber que compartía su hogar con un ser que sufría si ella lo hacía y que comppartía sus sueños y alegrías. No entendía que después de tanto tiempo, no se diera cuenta de nada. Éste cúmulo de negativos pensamientos la atormentaban día tras día, sin encontrar solución alguna a su futuro inmediato.
Pero aquel día se había levantado diferente, con un empuje y decisión que debería aprovechar, pues muy probablemente no se repitiera en mucho tiempo y a aquellas alturas, no estaba dispuesta a ceder más tiempo. El tiempo transcurrido había sido más que suficiente. Estaba decidida a poner freno de una vez por todas, a dejar las cosas claras y a marcharse si Óscar no se decidía a cambiar. De todos modos, le conocía tan bien, que sabía de antemano que no sacaría nada en claro de la conversación, tanto era así que preveyendo el desenlace, portaba con ella sus maletas. El día anterior había, además, alquilado una habitación a Hortensia, una buena amiga que la había ayudado y aconsejado siempre que lo había necesitado. Hacía ya mucho que su amiga le había intentado hacer ver la realidad de la situación. Llevaba demasiado tiempo en un camino sin salida a ninguna parte, Hortensia le había enseñado que si se lo proponía con verdadera fe, encontraría la salida correcta, allí por donde realmente tenía que caminar. Seguro que si lo hacía, tarde o temprano encontraría alguien que la pudiera satisfacer, que la mimara y valorara como se merecía.
Estaba a punto de marcharse, cuando alguien gritó su nombre, a su espalda. Se sorprendió por ello gratamente. No había visto nunca a aquel hombre y en cambio él la había llamado por su nombre.
- No te vayas... Espera, por favor, - le rogó, encarecidamente.
- Perdona, pero no nos conocemos...
- Si, tienes razón. Soy Narciso, - se presentó, al tiempo que hacía una leve inclinación frontal.
- ¿Cómo es que me conoces? No te había visto nunca antes.
- Bueno, quizás no me recuerdas. Esa es una larga historia... ¿Te apetece un café y hablamos? – se ofreció adulador.
Rosa no tenía claro que hacer. Por un lado, le parecía interesante Narciso, pero por otro..., le quedaba una conversación pendiente con Óscar, que seguía sin acudir a la cita.
Narciso, se la miró a los ojos, insistiendo con su franca y limpia mirada.
- De acuerdo, vamos, pero solamente un rato... – dijo al fin, no sin ocultar sus dudas.
- No te preocupes más por él, sabes que no vendrá. Te ha vuelto a dejar plantada. Es un cara dura, - sentenció, esperando la reacción que aquella aseveración causaría en la chica.
Rosa quedó alucinada. ¿Cómo aquel desconocido sabía todo aquello? Ahora, más que nunca, le quedaba claro que debían tomar ese café juntos. Le pediría explicaciones y después se marcharía para encontrarse con Óscar y dejar clara la relación.
- Veo que tenemos mucho de que hablar...
Le devolvió una encantadora sonrisa que causó una ligera perturbación en Rosa. Rosa era una mujer realmente atractiva, sus manos estaban dirigidas por unos largos y delgados dedos de aquellos que llaman de pianista. Caminaba, con un contoneo casi imperceptible, con unas largas y esbeltas piernas, bien torneadas, avanzando a pasos suaves y ligeros, provocando un encantador movimiento de caderas que incitaba a que más de un viandante se volviera para mirársela con deseo. Ella lo sabía, era consciente y se notaba que disfrutaba provocando. Lucía una larga cabellera oscura, casi negra, con unos ligeros rizos que la hacían parecer algo más juvenil de lo que en realidad era. De su cara destacaban un salpicado de pecas y unos ojos grandes y negros que fascinaban a cualquiera que coincidía con ellos.
Llegaron a la cafetería más cercana, se sentaron en una mesa apartados del resto, donde disfrutarían de un poco más de intimidad. Aquello sorprendió a Rosa, pues iba con un total desconocido y sin ninguna intención de ir más allá que charlar un rato. No se le había pasado por la cabeza nada más, ni mucho menos. Primero tenía que acabar lo que tenía pendiente y puede que más adelante, se planteara retomar una relación. En aquellos momentos, una nueva relación sería imposible de empezar. Desconfiaba de todos los hombres, al fin y al cabo, la gran mayoría eran iguales. Encontrar a su alma gemela debía ser una hazaña inalcanzable, maravillosa, pero inalcanzable, una utopía.
Un camarero con rasgos hindúes, guapísimo, se acercó para atenderles. Pidieron los cafés y tan pronto como se quedaron solos, Rosa lo acribilló a preguntas.
Narciso, al contrario que ella, era un hombre tranquilo, pausado y sobre todo muy discreto. Le pareció que la chica iba demasiado acelerada y la quiso tranquilizar, no tenía ninguna intención de preocuparla y tampoco tenía nada que esconderle. Si él, ciertamente la conocía, era por que tenía claros motivos para hacerlo y ella muy poca memoria para recordarlo.
- Me gustaría que te lo tomaras con más calma. Te veo agitada y puedo garantizarte que no debes temer nada. Tampoco pretendo ocultarte nada. Te veo demasiado ansiosa y eso no es bueno. No estoy aquí por casualidad, estoy aquí para ayudarte. – Se le veía sincero.
- Pero no entiendo, ¿cómo sabes mi nombre? ¿qué sabes de mí...? – hablaba en voz baja, con la intención de que nadie alrededor se percatara de aquella extraña conversación que mantenían dos desconocidos.
- Hace tiempo que sé de ti. Hace tiempo que te observo. Reconozco una persona valiosa con sólo mirarle a los ojos, y tú eres una de estas personas. Me haces padecer con tu nerviosismo, un día y otro. Hoy por fin me decidí a hablar, pues ya no podía esperar más, – se hizo un largo silencio que provocó que Rosa se pusiera aún más tensa.
- Me gustas, - lo dijo claro, con toda la serenidad que emanaba de su ser.
Mantuvo la mirada fija en la profunda mirada de ella, sin pestañear ni una décima de segundo. Quería que ella sintiera la sinceridad y la calidez de sus palabras. Que no le quedaran dudas. La duda impediría todo contacto, rompería todo el encanto y nublaría la realidad del encuentro.
Notó como ella temblaba tímidamente, como su alma luchaba por entenderlo, por saber lo que le estaba pasando. Por qué Narciso le provocaba que su vello se erizara de arriba a bajo, era una vibración que recorría su cuerpo, una sensación de bienestar difícil de explicar. Reaccionó de pronto sonrojándose. Su piel ligeramente tostada por el sol, lo disimuló, pero Narciso se dio cuenta. Sin pensárselo, le acarició el rostro con una ternura inusitada, una forma de contacto que nunca hasta entonces había percibido su frágil piel. En un impulso, le sujetó la mano, lo que le permitió apreciar la suavidad, la fuerza y el vigor que conservaban. Eran las manos de un hombre cálido, que estimulaba todos los sentidos, que la portaba a las nubes y la descendía con toda la suavidad y delicadeza que uno pudiera imaginar. Para dejarla reposar con los pies en el suelo, abriéndole los ojos a una nueva vida, al amor, al estallido de los sentidos.
Se quedó boquiabierta durante largo rato. Ninguno de los dos se atrevió a retirar la mirada. Era tanta la fuerza de atracción que les fue totalmente imposible. Continuaban entrelazados de manos y alma. Rosa sentía en su interior como si conociera a aquel hombre de toda la vida, de repente ya no le parecía un extraño, todo lo contrario. Aquellos ojos, aquella mirada, aquel tacto, hasta su voz le era familiar. Le parecía un recuerdo lejano, puede que de la infancia, pero por más que lo intentaba, no lo recordaba. Era una situación muy extraña la que estaba viviendo, pero tan intensa que no quería dejarla escapar.
Pasados unos largos minutos, reaccionó, aterrizando sobre tierra firme. Fue en ese momento, cuando los sentidos fueron conscientes de lo que estaba ocurriendo, cuando se sintió incomoda. Fue entonces, cuando se percató de lo que le estaba pasando. Por un instante, tuvo el fugaz instinto de levantarse para salir huyendo, sin más, pero cuando quiso intentarlo, fue tanta su timidez que sus piernas no la siguieron. Fue como si las tuviera metidas en un bidón de hormigón fraguando. Narciso, intuyendo lo que sucedía por la mente de Rosa, decidió rodearla con sus brazos, ofreciéndole su cojín, hecho de suave algodón, para que reclinara su cabeza y tuviera tiempo de pensar.
Rosa se tranquilizó, volvió a sentirse plena de nuevo. Era aquel, un ir y venir sin saber donde ni porqué. Era un mecerse inagotable, que no la dejaba parar. Ahora con Narciso apretándola en un cálido abrazo, el empuje del balanceo cada vez era más débil, como si estuviera perdiendo fuerza. Como si por fin encontrase la ansiada armonía.
La liberó de sus brazos en cuanto percibió el paulatino ritmo de su corazón. Le hizo ver, dando un toque de vanalidad a la situación, que todavía no habían probado el café, que éste estaría frío. Rosa, rió, viendo lo insignificante que aquello era comparado con la afloración de sus sentimientos más profundos. Él sonrió, complacido, siempre había tenido fe en aquella mujer y por supuesto, no se había equivocado. Tenía muy claro que Rosa nunca le volvería a dar la espalda, que a partir de ahora siempre le miraría a los ojos y le hablaría, le confesaría sus sentimientos más profundos sin orgullo, sin miedo, pues había notado como no había ninguna duda en sus ojos, que su mirada transmitía sinceridad, pureza y ganas de continuar aprendiendo de la vida, sin perder nunca de vista, sin olvidarse que Él siempre estaría cerca para orientarla cuando lo necesitara. Que siempre encontraría un abrazo sincero. Una palabra de aliento, una mirada.
Quedaron en que cada día se encontrarían un rato y hablarían, todo el tiempo que les hiciera falta, daba igual la hora del día, el lugar o la situación, Él iría a encontrarla siempre. Fue sólo entonces cuando Rosa consiguió levantarse de la silla y marchar. Ahora era capaz de dirigir su vida, porque a su lado tenía un gran amigo que la escuchaba a todas horas.
Al salir de la cafetería, miró hacia el interior a través del cristal, buscando la mirada de Narciso. Observó claramente, reflejado en el vidrio como Narciso le ofrecía una preciosa rosa blanca, para que la llevase siempre encima. Aquella Rosa era muy especial, era mágica, nunca se marchitaba.

La Rosa de la Amistad




La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas.
Aristóteles

Cada vez tenía más claro que nada era por pura coincidencia, que el que se hubiesen conocido no había sido una simple casualidad. No coincidieron hasta que tuvieron 20 años. Aunque el destino las había conducido a estudiar en la misma escuela y posteriormente a trabajar en la misma empresa. Recordaban perfectamente como se produjo el encuentro. Rosa iba con su inseparable bata blanca, con una multitud de bolígrafos en el bolsillo, junto con espátulas de diferentes tamaños y formas y otros utensilios desconocidos para Camelia, sin olvidar los salpicones de ácido y otros líquidos nocivos sobre la corroída bata. Por encima de todo, lo que Camelia recordaba era como Rosa se desenvolvía por los pasillos del laboratorio con aquella mirada típica suya, inteligente, sabia, de saber lo que se hace, de seguridad en si misma, decidida, franca, honesta, clara,..
Durante los primeros años, poco a poco fueron reparando una en la otra. Breves saludos, conversaciones de pasillos y poco más. Buenas compañeras simplemente. Fue más adelante, cuando el traslado, por aquella época de movimientos, de incertidumbre en sus futuros inmediatos, de cavilaciones, de sospechas. Época también de asentamiento, de buscar aquello que no acababan de encontrar, aquello que les faltaba, aquello que tanto las uniría. La necesidad de una estabilidad, de transitar por la vida con fluidez, sin perder de vista el entorno más cercano, aquel que en algunas ocasiones da emotivas sorpresas y otras veces imprevisibles chascos. Pero siempre dándose apoyo mútuo. Cavilando juntas, indagando juntas, abriéndose paso juntas y también, evolucionando juntas. Sin prisas y sin freno, con auténtico empuje, tal y cómo en realidad son. Sabiendo que cuando una se acelera en demasía, la otra siempre está a su lado para echar el freno, para advertirla t aconsejarla. Que cuando una se desencamina o no encuentra la salida correcta, la otra siempre está ahí para orientarla, para mostrale y para acompañarla hacia la parte más alta, ahí donde surge la claridad, ahí donde realmente se debe mirar, por donde se obtiene respuesta.

Camelia sentía deseos de decirle a Rosa todo lo que pensava y percibía, pues hacía mucho que se había fijado en todos aquellos detalles. Se percató rápidamente de que su intuición acertaba una vez más. Quería que su amiga suepiera cómo se había fijado en su persona, en su posado, tan modoso y amable, en su forma de expresarse, en su delicadeza, en sus ojos negros, elocuentes, que lo dicen todo, que no se esconden. En los que se reflejaba su sabiduría, de los que aprendía cada día. Pues Camelia tenía claro que era ella quién le daba alimento, era de ella de quién se nutría para avanzar. Tenía muy claro que era de ella de quien debía copiar los aspectos más francos, sencillos y sinceros del alma, aquellos que algunas veces el orgullo nos oculta. Aquellos que de vez en cuando quedan escondidos por sentimientos incontrolables, de envidia, de ambición o de vanidad, algo que Rosa desconoce, que seguramente no sabe ni que significan, pues estaba convencida de que no los había conocido nunca.
También quería decirle, que desde del primer momento supo que la suya, era un alma pura, era un alma llena de luz, que emite la claridad más blanca que se pueda conocer, de una pureza inalcanzable para muchos, quizás, para la mayoría. Deseaba recordarle la infinidad de situaciones que habían vivido conjuntamente, situaciones mayoritariamente duras, muchas veces difíciles. Era cierto, que Rosa había tenido una vida plena de obstáculos, llena de piedras, que en ocasiones podían parecer gigantescas rocas, pesadas e imposibles de mover. Pese a su escuálida complexión, consiguió siempre apartarlas una tras otra de su camino. Cierto era que haciendo un terrible esfuerzo, pero firme, con el ánimo fuerte, con una fortaleza indescriptible, porque Rosa también era fuerza.

Camelia, sumergida en sus profundas cavilaciones, tenía muy presente que nunca el esfuerzo realizado, era suficiente, ni las ganas que se volcasen en favor de una amistad como aquella. Aunque presentía que su amiga Rosa ya lo sabía, quería confiarle sus pensamientos. Que supiera que estaría a su lado siempre, no exclusivamente, cuando ella le reclamara ayuda, si no también cuando pensase que no la precisaba. No solamente cuando creyese que lo conseguiría por ella misma, si no también cuando se pusiera en marcha para conseguirlo. Quería que supiera que siempre estaría, fuera cúal fuese la situación. Del mismo modo que Camelia sabía que el sentimiento era recíproco. Pues era esta la verdadera amistad, la que nacía de la pureza, en la que el rencor, el recelo, el odio, la envidia y similares no tenían cabida. Porque eran éstos, sentimientos simplemente inexistentes. En ocasiones, Camelia se sorprendía al intentar entender como podía caber un corazón tan grande en un cuerpo tan pequeño. ¿Cómo lo había conseguido? Le preguntaría, le pediría que le confesase el secreto.
Habían pasado desde entonces ya 20 años, desde que se conociesen y compartiesen el día a día. Ya habían cumplido los 40, y podían decir con orgullo y total certeza que la amistad continuaba tan intacta como el primer día. Seguían respetándose la una a la otra, practicando cada día algo tan sencillo como era escuchar sin juzgar, ni valorar ni cuestionar.

Aquel día, la volvió a mirar a los ojos y volvió a distinguir la chica de veinte años atrás, con la misma bata llena de utensilios en los bolsillos, pero también con los bolsillos llenos de amor, que reclamava a gritos ser transmitido, que deseaba ser volcado a raudales. Era tanto lo que cavía en sus bolsillos, que se tardarían siglos en agotarlo. Camelia se consideraba una privilegiada por poder percibir su estima, su calidez. Hubiera querido que pasaran muchas veces veiente años y que todavía no se le hubiese agotado ni un ápice, pues siempre creyó que aquel enlace, era una unión lejana, que debía tratarse de un lazo indisoluble, porque en realidad se trataba de un enlace eterno.

Rosa la escuchaba, atenta, como hacía siempre. Había llegado el momento de que su amiga le dijese lo que pensaba. Se habían emocionado, era normal, pues ella era todo sentimientos. Camelia, se continuó sincerando, diciéndole como le gustaría llenar su cajón de Rosas, Rosas frescas de todos los colores. Por su amistad, por su paciencia, por su humildad y la más grande de las Rosas con la esperanza de que aquella amistad no se agotase nunca.

La Rosa de la Felicidad




Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.
Pablo Neruda
Cada vez que miraba hacía atrás era como sí una leve tristeza se le viniera encima. Volvía a obsesionarse en aquello que había sucedido entonces, lejos, hacía tiempo. Siempre lo mismo, un día y otro, lo mismo. Era como si todo el planeta se pusiera de acuerdo para hacerle la puñeta. Tenía la sensación de que todo el mundo a su alrededor supiera como resolver sus problemas, menos ella. Tan pronto como lo intentaba, se venía abajo. Le parecía un fraude, era como si la suerte no se hubiera hecho para ella. Estaba harta, había llegado el momento de ponerse a caminar con sentido. Percibió como si de repente una puerta se hubiera abierto ante ella. Miguel no se había equivocado al asegurarle que las cosas funcionaban de esa manera, que cuando menos te lo esperas, llega el destino y te sorprende.

Intentaba cada día que pasaba sentirse más segura, y poco a poco lo estaba consiguiendo. Lo palpaba en el aire que respiraba, lo palpaba en todos los poros de su piel. Una piel, puede que castigada por los años, puede, que poco cuidada, pero en definitiva su piel. Fue un cambio significativo, como si desde aquel momento en el que descubrió la puerta abierta de par en par, las cosas hubieran cambiado en un instante, repentinamente. Aunque algunos días se levantaba claro y algunos pocos, todavía turbio y grisáceo. Un brusco vaivén que no le permitía encontrar la armonía, que no acababa de satisfacerla en absoluto. Eran esos turbios días los que continuaban provocándole un nerviosismo que hacía que la alegría se tornara tristeza, que la paz se volviera lucha, que el placer se asemejara al terror. Uno de esos días observó sus manos, éstas tenían un color pálido que evidenciaban que ya no eran lo que había sido en otra época. Su cuerpo, alto y delgado, enclenque, denotaba que ya no era lo que había sido hacía tan sólo unos años, pocos años atrás. Incluso su cara, con rincones de nostalgia que se percibían sobre todo alrededor de sus ojos, estaba marcada por la pena, una pena del alma, un alma sabia, un alma adusta debido al sufrimiento, también un alma fuerte, sensible, intuitiva, pero por encima de todo nostálgica.
Desde hacía tan sólo unos días parecía que todo podía cambiar, como si por fin un ángel se hubiera acercado para ofrecerle su ayuda. Se puso su mejor ropa, le apetecía sentirse guapa, que algún hombre bien plantado se volviera para mirársela, hacía mucho que no exteriorizaba esa coquetería que le hacía crecer como mujer. Era bien cierto que ya tenía una edad, pero también era bien cierto que se conservaba suficientemente atractiva como para atraer la mirada de un hombre.
- ¿Y porqué no? - pensó, dándose a si misma una pizca de esperanza.

No pretendía encontrar un hombre para toda la vida, no lo había pretendido nunca, no era esa su meta. Aunque de tanto en tanto le viniera de gusto sentirse adulada por el sexo contrario, notar que después de todo el sufrimiento todavía le quedaba un poco de encanto y saber que si se lo proponía seriamente podía gozar de una noche de placer. A la mañana siguiente volvería a casa cabizbaja, pensando en que todo había acabado, pero su alma estaría contenta al verla a ella contenta, no como ahora, que no se sacaba de encima la expresión agria que velaba su belleza exterior.
Estaba decidida a detener ese estado. Se había levantado con otro pensamiento en la cabeza, algo que por fin le mostró un camino por el que comenzar su nueva etapa, una etapa que pensaba podía cambiar significativamente su vida, porque no. Salió disparada de casa, glamurosa y sensual. Los tacones le daban todavía más seguridad, no era muy alta, en cambio lo parecía cuando se ponía aquellas botas de talón de aguja, la estrecha falda negra y la blusa blanca, a medio abrochar, lo justo para insinuar su pecho, no demasiado prominente, pero todavía firme.
Le daba la sensación de que regresaba a su época de juventud, cuando la tormentosa etapa de su vida aún estaba por llegar. Que poco sospechaba entones lo que sucedería más adelante, que poco se lo imaginaba, ni que se lo hubieran jurado y perjurado se lo habría creído, era demasiado increíble como para que ocurriera. Ahora que ya había pasado todo, aún, todavía había días que se preguntaba el porque de todo aquel sufrimiento y nunca, nunca obtuvo respuesta alguna. Había llegado a un punto en el que decidió no continuar haciéndose más preguntas y comenzar a buscar respuestas por sí misma, dejándose guiar por su instinto que era lo que no le fallaba casi nunca.

Caminaba calle arriba, por la acera derecha, al tiempo que los comerciantes empezaban a levantar las puertas y a sacar el género. Saludó a la chica del quiosco, iba a pasar de largo, pero se lo pensó mejor y se detuvo a comprar la prensa del día. No se entretuvo a mirar ni tan sólo la portada. Se la leería más tarde, tomándose un café. Pocos pasos más adelante un hombre bien plantado, un poco más joven que ella, se la miró con deseo, al tiempo que de su boca emergía un simpático piropo. Sonrió, el día comenzaba a ir como esperaba, se presentaba interesante. Mientras paseaba calle arriba, volvió a venirle a la memoria aquella época llena de contradicciones, plagada de problemas y de sufrimiento. El estómago se le revolvía, le provocaba vomitera. ¿Cómo lo había podido soportar?, esa era la cuestión. Si aquello no había sido digno de ser soportado por nadie. Cuando no era su padre, era su hermano y cuando no su marido, y vuelta a empezar un día y otro, a todas horas, como si fuera un juguete para ellos. La utilizaban, se llenaban de ella y después la despreciaban. Que gran día aquel que supo que su padre y su hermano habían tenido un accidente de automóvil y que habían fallecido en el acto. Fue como seguir un ritual, le salió de su interior más profundo. Llegó a casa, Juan no estaba. Mejor, - pensó -. Cogió una botella de coñac, no le gustaba nada el alcohol, pero eso que más daba. Se llenó una copa, puso música, las cuatro estaciones de Vivaldi, sonaban maravillosas. Se sumergió en las notas, estrepitosas, vivas, en las agudas y en las graves, en las débiles y en las fuertes, en todas, en todas las notas a un tiempo, a la misma vez que bebía con delirio, dejando que el alcohol entrara y penetrara por todos los rincones de su mente, haciéndola temblar, vibrar y por fin olvidar. Una parte de aquella angustia diaria, se acababa de esfumar para siempre. Solamente le quedaba liberarse del nudo que todavía la mantenía ligada de manos. Porqué los nudos en su corazón hacía años que se habían desprendido. Se dejó llevar por los efectos de la bebida. Se sentía mejor que nunca. Volvió a llenarse la copa, llevaba ya casi media botella y no tenía ninguna intención de parar. Le restaba un último trago, cuando escuchó perfectamente el ruido de la puerta. Juan acababa de llegar, se la encontraría de aquella manera, tanto daba. Se le reiría en la cara, sin esconderse de nada, pues ella si que no tenía nada de lo que esconderse, nada que ocultar.
Casi era incapaz de distinguirlo, todo era borroso, las imágenes saltaban confusas por su cabeza, iban y venían, sin control. Notó como Juan se acercaba, más y más, como estaba a punto de tirarse encima suyo. No se lo permitiría, otra vez no. Estaba a punto de atraparla, cuando una fuerza descomunal, algo difícil de imaginar la hizo resurgir, la obligó a reaccionar. Fue como si por arte de magia el alcohol se hubiera volatilizado de sus venas. Un esfuerzo mental fuera de control, provocó que Juan se detuviera antes de alcanzar su objetivo, incluso le pareció verle en la cara un gesto de terror. Reculó, incrédulo, aquello no se lo esperaba, ¿qué había ocurrido? aquella mujer no era la suya, aquella era otra mujer, diferente, con capacidad, con una fuerza descomunal. Ahora era mucho más fuerte que él, increíblemente más fuerte. Si ella no se dejaba, no le interesaba continuar jugando, se podía ir a la mierda. Hizo un segundo intento, pero la mirada de ella era feroz, era como si hubiera construido un telón impenetrable a su alrededor, un telón de acero que no se podía violar de ninguna manera. ¿Cómo había hecho ese cambio en tan poco tiempo? ¿Cómo lo había conseguido?, parecía imposible. En un ataque de rabia por su impotencia, empezó a insultarla, la intentó intimidar con amenazas pero la mujer se lo miraba impasible con una ligera sonrisa en la boca, una sonrisa de satisfacción, de placer, de victoria, una sonrisa que le devolvía la belleza perdida. Ahora sabía que había ganado, sabía como lo tenía que hacer para ganar tantas veces como se lo propusiera, sólo tenía que creer en ella misma, en su fortaleza, en su persona, era este el principal pilar de su fuerza. Creer. Nunca más sería utilizada, nunca más se sentiría un perro apestado, jamás.

Juan, recogió sus cosas en absoluto silencio, no tenía ninguna intención de dar explicaciones, estaba desconcertado, no se hubiera podido imaginar nunca este cambio en la idiota de su mujer. Ella lo observaba de lejos, a distancia a la misma distancia que el siempre la había querido mantener, apartada de su corazón y de sus sentimientos. De un sólo sorbo apuró las últimas gotas que restaban en la copa. Se sentía plena, con ganas de vivir, de gritar, de disfrutar de su libertad, también de llorar, pues casi no se lo podía creer. Era libre, libre para pensar, para sentir, para hacer y para creer en lo que quisiera creer, era libre para actuar sin que nada ni nadie le indicase hacía donde debía dirigirse o lo que tenía que hacer en todo momento.
- ¡Liiiiiiibre!!!, - gritó emocionada - que palabra más bonita.
Estaba sumida en sus intensas emociones disfrutando de aquella repentina felicidad cuando escuchó la puerta cerrarse de un fuerte golpe, con la brusquedad habitual en aquel desgraciado ser que por fin la abandonaba para siempre.

Ahora todo sería diferente, comenzaba una nueva vida. Continuó enérgica, caminando decidida calle arriba, sabiendo que podía empezar de nuevo, que si se lo proponía podría conseguir aquello que quisiera. Entró en un café a tomar un bocado, los efectos del alcohol habían desaparecido por completo, se sentía famélica, llevaba casi dos días sin ingerir nada sólido. Un camarero muy atractivo, se le acercó para tomarle nota. Lo observó interesada, era más joven que ella, alto, corpulento, de ojos verdes, interesantes, muy interesantes, parecía extranjero, pues su piel y su pelo eran más oscuros, aunque hablaba claro y sin acento. Él también se la miraba interesado, le pareció una mujer preciosa. En un gesto típico masculino, la mirada se le desvió hacia la insinuante abertura de la blusa, percibió la firmeza de aquellos pechos, bien torneados, subió la vista rozándole el cuello, la boca, sensual, con un tono rosado fascinante, la nariz, acabada en punta con carácter, las mejillas, sonrosadas ligeramente por el sol, y por fin los ojos, unos ojos increíbles, los ojos más bonitos que había visto en su vida, unos ojos negros, perfilados, con una fuerza desmedida, que te penetraban tan profundamente que parecía que abrías las puertas del cielo para dejarte acariciar sin miramientos, con total confianza, pues eran aquellos unos ojos valientes, inteligentes, sabios, eran los ojos de la belleza infinita, de la bondad, de la luz, de la fe y de la paz. Si te sumergías en ellos podías sentir todos los placeres del universo, uno a uno o todos a la vez, todo era posible mirando aquellos ojos. Nada ni nadie, nunca podrían velar su mirada, porque era una mirada que podía penetrar en la tuya, porque era la mirada del saber, era la mirada de la verdad. La verdad tan ansiada, tan buscada, ella la había conseguido, había descubierto su verdad, quien era y lo que valía. Ahora podía respirar tranquila, aunque la nostalgia la continuaba atrapando, pues la búsqueda había llegado a su final y ella era una mujer inquieta. Bien valía el esfuerzo realizado.

Pidió al camarero un buen bocadillo, un café y una copa de coñac. No entendía el porqué de repente el coñac le empezaba a gustar, le hacía sentirse tranquila. Abrió el periódico, tenía todo el tiempo del mundo para leérselo, no había prisa. Lo ojeó despacio, recreándose principalmente en los titulares, éstos, para variar, decían lo de siempre, nada había cambiado salvo ella. Comió y consumió su bebida durante largos minutos. Entre bocado y bocado, descubrió al camarero en diversas ocasiones observarla con detenimiento, incluso podría decir que con curiosidad, aquello la satisfizo, se dejó querer...

Al volver la página central, le llamó la atención una pequeña fotografía en la esquina superior izquierda. Era una flor, en concreto una Rosa, preciosa, de color indefinido, la Rosa más maravillosa que jamás hubiera visto.
Sorprendentemente había una nota al pie:
ESTA ROSA ES PARA TI, TE LA HAS GANADO.
Lenvantó la mirada, buscando, no sabía el qué. Parecía que el mensaje era para ella, pero quién se lo había dedicado. Tropezó con los negros ojos de aquel camarero tan especial. Se sonrieron y al mismo tiempo él le hizo un significativo guiño.