La Rosa de la Soledad



Amarás a quien no te ama por no haber amado a quien te amó.
Anónimo

Cada vez hacía más frío, aunque la primavera era casi perceptible y ya se olía su característico perfume. La suave brisa que soplaba se le metió en los huesos, provocándole un malestar que no fue bienvenido. Se levantó para comprobar que todas las ventanas de la casa estaban herméticamente cerradas. Recorrió toda la planta baja para continuar por la planta superior. Al abrir la puerta de la habitación de su hijo Manel, se volvió a lamentar, permanecía todavía estirado en la cama, con la música a un volumen insoportable y donde el desorden más absoluto se había hecho el dueño de la estancia. Era el caos tan espectacular que le fue imposible llegar hasta la ventana que se encontraba al otro extremo de la habitación. Dudó en cerrarla, pues la peste ácida de la ropa y de los zapatos, se hacía insufrible. Le parecía que era imposible enderezar a aquel chico, nunca en la vida lo conseguiría. Estaba ya harta de su vagancia y abandono, sospechaba que no se debía de haber dado una ducha desde hacía al menos cuatro días. Tenía que tomar una rápida decisión si no quería que su propio hijo acabara bajo las garras de la desidia y el desinterés, para que hiciera algo productivo en su vida.
Le pidió que se levantara y que arreglara su habitación, para continuar por el baño y después poner la lavadora, tenía muy claro que esta vez ella no lo haría. Toda respuesta a su petición fue la total ignorancia. Cerró la puerta con violencia para evidenciar su malestar. El ser madre soltera había sido una experiencia muy dura, el hacer de padre y madre a la vez era un obstáculo que nunca acabaría de superar. La soledad la abrumaba desde hacía años. No había día que pasara que no se acordara del padre de Manel. Fue un error de juventud, él nunca se enteró de su embarazo, no hubiera podido soportar ser rechazada, Tomás había sido el amor de su vida, ningún otro hombre podría ocupar su lugar. A las pocas semanas de saber que tendría un hijo, decidió hacer las maletas y marcharse a otro pueblo, lejos, a suficientes quiilómetros de distancia como para que nunca la pudiera encontrar, ni él ni ningún conocido que le pudiera alertar de lo que pasaba, tampoco nunca le confió a nadie la verdad. Cuando Manel contaba ocho años, decidió inventarse que su padre era un valiente representante de la ley que había muerto cuando se enfrentaba a unos hombres malos. Una auténtica fantasía, pero era lo primero que se le ocurrió en esos momentos. Quizás, si hubieran educado a su hijo juntos, no tendría esas luchas que mantenía día a día desde hacía años y que parecía que durarían eternamente y tampoco hubiera tenido la necesidad de mentir, no se sentía bien inventándose aquella historia. Manel había sido un niño curioso que nunca había dejado de hacerle preguntas sobre el incidente en el que murió su padre.
Encerrado en su habitación, concentrado en sus fantasías, escuchó un fuerte ruido que provenía de la planta baja, que lo hizo saltar de la cama al instante, provocándole un enorme susto, no podía ser su madre, pues la oyó claramente subir al piso superior. Tenía claro que el ruido había venido de la entrada de la casa, como si alguien hubiera cerrado la puerta de abajo. Salió de la habitación sin apagar la música para no delatarse. Escuchó a la perfección como dos personas susurraban entre ellas. Alguien había forzado la cerradura para entrar en la casa. Se asustó, en primer lugar por su madre, estaba en el piso de arriba, seguramente ajena a lo que estaba pasando, subiría para asegurarse. Se pegó a la pared ascendiendo las escaleras en absoluto silencio. Se encontró a su madre cerrando la última ventana de la buhardilla, no había oído el ruido, le comentó lo que estaba pasando en la planta baja. Se quedaron parados, pensando que hacer, quienes eran aquellas personas y que querían. No esperaban a nadie, nadie más disponía de la llave de la casa. No podía ser nadie de buena fe si habían accedido a la fuerza, como sospechaban. No tenían riquezas, lo corriente en cualquier casa, electrodomésticos, un viejo equipo de música, cuatro joyas de escaso valor,... si venían a robar encontrarían poca cosa, pues lo único relativamente valuoso era un cuadro al óleo heredado de sus padres y que nadie repararía en él si no tenía conocimientos de arte.
Escucharon pasos que subían por la escalera, hablaban creyendo que estaban solos en la casa, creyéndose que no había nadie más. Entraron en todas las habitaciones, una a una, echando una rápida ojeada, como si buscaran algo. Pudieron distinguir las voces, eran dos hombres de mediana edad, en apariencia. Sorprendentemente, no continuaron subiendo hasta la buhardilla, donde madre e hijo se escondían alucinados por lo que estaba ocurriendo. Esperaron unos minutos, en silencio, aguardando indecisos, no tenían muy claro que se hubieran marchado sin más, les resultaba bastante extraño. Finalmente se decidieron a bajar, con el susto en sus cuerpos por el incidente. Revisaron estancia por estancia, rápidamente, buscando si les faltaba alguna cosa. Para su sorpresa todo estaba en su sitio. Manel, mostrándose algo valiente, fue hasta la entrada para comprobar el estado de la puerta. La cerradura estaba forzada, como si hubieran utilizado una palanca, habían dejado la puerta de forma que desde el exterior pareciera que estaba cerrada, en cambio con un pequeño empujón se podía abrir de par en par. No se explicaban lo que había pasado, realmente no se trataba de ninguna alucinación, el suceso era real, tan real como que ahora Manel, por primera vez en muchos años, abrazaba a su madre dándole protección, intentando acabar con el temblor provocado por los nervios que acababan de sufrir. Cuando la madre se hubo relajado un poco, la acompañó hasta la cama, abrigándola y obligándola a que durmiera un rato, mientras él se encargaba de todo. Bajó otra vez, decidido a coger el teléfono para llamar a la policía. En menos de diez minutos una patrulla se personaba ante la puerta de la casa. Los dos policías, una mujer joven y un hombre más maduro, interrogaron al muchacho y examinaron la casa y el estado de la puerta. Cuando acabaron, le pidieron hablar con la madre para explicarle las conclusiones y los consejos que acostumbraban a dar en situaciones similares. Al subir a la habitación, la encontró profundamente dormida, decidiendo que lo más oportuno sería no despertarla. Se ofreció para que hablaran con él, a sus dieciocho años pensaba que podía hacer de interlocutor sin problemas, aunque el policía, le confirmó que volvería a la mañana siguiente para hablar con la propietaria. Probaron que la puerta se pudiera cerrar sin dificultad. El coche patrullaría toda la noche por los alrededores hasta que al día siguiente pudieran avisar a un cerrajero para que cambiara la cerradura. Después de que los policías se fueran, Manel no se quedó tranquilo dejando la puerta tan vulnerable. Se le ocurrió arrastrar un pesado mueble de madera maciza, pero le fue imposible hacerlo solo. Recordó que la policía se mantendría alerta durante toda la noche. Según le había explicado aquel amable agente. Hacía unos días que otros vecinos habían denunciado robos por la zona. A pesar de que a ellos no les había ocurrido nunca nada, no podían descartar que volviesen. Existía la posibilidad de que hubieran entrado a echar un vistazo antes de volver para finalizar el trabajo. La noche se mantenía en absoluto silencio, vulnerado de tanto en tanto por el ligero ruido del motor de algún coche. Manel y Rosa descansaban en la habitación de la buhardilla. Él no podía dormir, estaba demasiado agitado, pendiente de cualquier ruido. De repente un golpe le hizo levantarse sigilosamente. Cogió el móvil en el que tenía ya marcado el número de la policía, sin dudarlo, apretó el botón y en voz baja informó de lo que suponía era un nuevo allanamiento. Despertó a su madre. No quería asustarla, pero era conveniente que estuviera despierta por si pasaba algo. Escuchó a la perfección como los atracadores estaban revolviendo los cajones de todos los muebles, convencidos de que no había nadie en la casa por la falta de delicadeza con la que actuaban. La madre pudo ver desde la ventana como la policía se detenía ante la entrada y descendían del coche en dirección a la puerta principal.

Habían pasado ya dos semanas de aquella agitada noche, llena de incidentes y de sorpresas. Rosa se mantenía inmóvil al lado de la cama, asiendo fuertemente de la mano a su amor. La mala suerte había hecho que una bala perdida hiriera al policía. El furtivo disparo se había producido desde la pistola de uno de los ladrones que urtaban en casa de Rosa. En tan sólo unos segundos Tomás había vuelto repentinamente a su vida y ahora, después de la casualidad que había provocado el inesperado encuentro, sería demasiado estúpido que todo acabara en nada. Rosa no podría nunca olvidar el momento en el que bajó corriendo al oír los tiros y se encontró a Tomás estirado en el suelo, sangrando por el vientre. Tuvieron el tiempo justo para mirarse y reconocerse antes de que Tomás cayera desmayado. Manel había descubierto como sus padres se habían hablado sin necesidad de usar las palabras. Como se habían entendido con sólo cruzar sus miradas. Como, pese a los años transcurridos, no habían dejado ni un segundo de amarse, con franqueza y auténtica fidelidad. Entró en la habitación del hospital, donde se pasaban día y noche cogidos de la mano, inseparables. No podía evitar llorar de alegría, al recordar como él había encontrado a su padre y al mismo tiempo como su padre había encontrado su Rosa. Y como Rosa y su premonición habían resucitado su amor de juventud. El destino le había obligado a salir de su escondite, pues era ella la Rosa de Tomás y no otra. La soledad se había esfumado para siempre.