La Rosa de la Amistad




La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas.
Aristóteles

Cada vez tenía más claro que nada era por pura coincidencia, que el que se hubiesen conocido no había sido una simple casualidad. No coincidieron hasta que tuvieron 20 años. Aunque el destino las había conducido a estudiar en la misma escuela y posteriormente a trabajar en la misma empresa. Recordaban perfectamente como se produjo el encuentro. Rosa iba con su inseparable bata blanca, con una multitud de bolígrafos en el bolsillo, junto con espátulas de diferentes tamaños y formas y otros utensilios desconocidos para Camelia, sin olvidar los salpicones de ácido y otros líquidos nocivos sobre la corroída bata. Por encima de todo, lo que Camelia recordaba era como Rosa se desenvolvía por los pasillos del laboratorio con aquella mirada típica suya, inteligente, sabia, de saber lo que se hace, de seguridad en si misma, decidida, franca, honesta, clara,..
Durante los primeros años, poco a poco fueron reparando una en la otra. Breves saludos, conversaciones de pasillos y poco más. Buenas compañeras simplemente. Fue más adelante, cuando el traslado, por aquella época de movimientos, de incertidumbre en sus futuros inmediatos, de cavilaciones, de sospechas. Época también de asentamiento, de buscar aquello que no acababan de encontrar, aquello que les faltaba, aquello que tanto las uniría. La necesidad de una estabilidad, de transitar por la vida con fluidez, sin perder de vista el entorno más cercano, aquel que en algunas ocasiones da emotivas sorpresas y otras veces imprevisibles chascos. Pero siempre dándose apoyo mútuo. Cavilando juntas, indagando juntas, abriéndose paso juntas y también, evolucionando juntas. Sin prisas y sin freno, con auténtico empuje, tal y cómo en realidad son. Sabiendo que cuando una se acelera en demasía, la otra siempre está a su lado para echar el freno, para advertirla t aconsejarla. Que cuando una se desencamina o no encuentra la salida correcta, la otra siempre está ahí para orientarla, para mostrale y para acompañarla hacia la parte más alta, ahí donde surge la claridad, ahí donde realmente se debe mirar, por donde se obtiene respuesta.

Camelia sentía deseos de decirle a Rosa todo lo que pensava y percibía, pues hacía mucho que se había fijado en todos aquellos detalles. Se percató rápidamente de que su intuición acertaba una vez más. Quería que su amiga suepiera cómo se había fijado en su persona, en su posado, tan modoso y amable, en su forma de expresarse, en su delicadeza, en sus ojos negros, elocuentes, que lo dicen todo, que no se esconden. En los que se reflejaba su sabiduría, de los que aprendía cada día. Pues Camelia tenía claro que era ella quién le daba alimento, era de ella de quién se nutría para avanzar. Tenía muy claro que era de ella de quien debía copiar los aspectos más francos, sencillos y sinceros del alma, aquellos que algunas veces el orgullo nos oculta. Aquellos que de vez en cuando quedan escondidos por sentimientos incontrolables, de envidia, de ambición o de vanidad, algo que Rosa desconoce, que seguramente no sabe ni que significan, pues estaba convencida de que no los había conocido nunca.
También quería decirle, que desde del primer momento supo que la suya, era un alma pura, era un alma llena de luz, que emite la claridad más blanca que se pueda conocer, de una pureza inalcanzable para muchos, quizás, para la mayoría. Deseaba recordarle la infinidad de situaciones que habían vivido conjuntamente, situaciones mayoritariamente duras, muchas veces difíciles. Era cierto, que Rosa había tenido una vida plena de obstáculos, llena de piedras, que en ocasiones podían parecer gigantescas rocas, pesadas e imposibles de mover. Pese a su escuálida complexión, consiguió siempre apartarlas una tras otra de su camino. Cierto era que haciendo un terrible esfuerzo, pero firme, con el ánimo fuerte, con una fortaleza indescriptible, porque Rosa también era fuerza.

Camelia, sumergida en sus profundas cavilaciones, tenía muy presente que nunca el esfuerzo realizado, era suficiente, ni las ganas que se volcasen en favor de una amistad como aquella. Aunque presentía que su amiga Rosa ya lo sabía, quería confiarle sus pensamientos. Que supiera que estaría a su lado siempre, no exclusivamente, cuando ella le reclamara ayuda, si no también cuando pensase que no la precisaba. No solamente cuando creyese que lo conseguiría por ella misma, si no también cuando se pusiera en marcha para conseguirlo. Quería que supiera que siempre estaría, fuera cúal fuese la situación. Del mismo modo que Camelia sabía que el sentimiento era recíproco. Pues era esta la verdadera amistad, la que nacía de la pureza, en la que el rencor, el recelo, el odio, la envidia y similares no tenían cabida. Porque eran éstos, sentimientos simplemente inexistentes. En ocasiones, Camelia se sorprendía al intentar entender como podía caber un corazón tan grande en un cuerpo tan pequeño. ¿Cómo lo había conseguido? Le preguntaría, le pediría que le confesase el secreto.
Habían pasado desde entonces ya 20 años, desde que se conociesen y compartiesen el día a día. Ya habían cumplido los 40, y podían decir con orgullo y total certeza que la amistad continuaba tan intacta como el primer día. Seguían respetándose la una a la otra, practicando cada día algo tan sencillo como era escuchar sin juzgar, ni valorar ni cuestionar.

Aquel día, la volvió a mirar a los ojos y volvió a distinguir la chica de veinte años atrás, con la misma bata llena de utensilios en los bolsillos, pero también con los bolsillos llenos de amor, que reclamava a gritos ser transmitido, que deseaba ser volcado a raudales. Era tanto lo que cavía en sus bolsillos, que se tardarían siglos en agotarlo. Camelia se consideraba una privilegiada por poder percibir su estima, su calidez. Hubiera querido que pasaran muchas veces veiente años y que todavía no se le hubiese agotado ni un ápice, pues siempre creyó que aquel enlace, era una unión lejana, que debía tratarse de un lazo indisoluble, porque en realidad se trataba de un enlace eterno.

Rosa la escuchaba, atenta, como hacía siempre. Había llegado el momento de que su amiga le dijese lo que pensaba. Se habían emocionado, era normal, pues ella era todo sentimientos. Camelia, se continuó sincerando, diciéndole como le gustaría llenar su cajón de Rosas, Rosas frescas de todos los colores. Por su amistad, por su paciencia, por su humildad y la más grande de las Rosas con la esperanza de que aquella amistad no se agotase nunca.