La Rosa de la Dicha




La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar.
Thomas Chalmers



Cada vez lo mismo, siempre igual. Hacía tiempo que esperaba, se estaba haciendo tarde, esperaría un poco más y si no se presentaba, tal como habían quedado se marcharía. No era la primera vez que la dejaba plantada, lo hacía habitualmente, siempre que se ponía de mal humor. Estaba de su humor hasta las narices. Si con un poco de suerte se lo encontraba agradable, dicharachero, no había problema, todo iba como la seda. En cambio, como estuviera girado..., ya podía mantenerse alejada, contra más alejada mejor. Que mal carácter. ¿Qué le ocurría a aquel hombre para tener un humor tan variable? Alguna vez había intentado razonar con él, aconsejándole ir a consultar a un especialista. Le llamaba especialista por que no osaba nombrar al psiquiatra. Una tontería, pues hoy en día quien más y quien menos, deberíamos ir a ver a uno, al menos una vez en la vida. Pero Óscar no, no quería de ninguna de las maneras. La trataba de tonta cuando se lo insinuaba y encima se hacía el ofendido. Ofensa que le duraba el resto del día y a veces hasta el día siguiente. Lo cierto era que la tenía muy harta. No era capaz de comprenderle. Se veía atada a una persona inestable, incoherente y por encima de todo, egoísta. Si no tuviera aquel carácter desordenado, haría lo posible para estar bien, para llevar una convivencia tranquila, aquello era imaginar lo imaginable. Nunca se preocupaba por nada de lo que puediera pasarle, sentir o ocurrir. Ni siquiera se dignaba a preguntar lo más obvio, tanto le daba su estado de ánimo, sus penas o sus alegrías, si se encontraba bien o mal. Estaba convencida de que no representaba ninguna preocupación, era un simple objeto más en la casa. Ella, pese al continuo desprecio se mostraba entera, fuerte y orgullosa. Quizás eso era lo que ha öscar le hacía pensar que Rosa podía cuidarse sola, que no necesitaba nada ni a nadie. No se le ocurría pensar que ella también necesitaba ser amada, sentir el cariño, saber que alguien se preocupaba por su persona cada día, saber que compartía su hogar con un ser que sufría si ella lo hacía y que comppartía sus sueños y alegrías. No entendía que después de tanto tiempo, no se diera cuenta de nada. Éste cúmulo de negativos pensamientos la atormentaban día tras día, sin encontrar solución alguna a su futuro inmediato.
Pero aquel día se había levantado diferente, con un empuje y decisión que debería aprovechar, pues muy probablemente no se repitiera en mucho tiempo y a aquellas alturas, no estaba dispuesta a ceder más tiempo. El tiempo transcurrido había sido más que suficiente. Estaba decidida a poner freno de una vez por todas, a dejar las cosas claras y a marcharse si Óscar no se decidía a cambiar. De todos modos, le conocía tan bien, que sabía de antemano que no sacaría nada en claro de la conversación, tanto era así que preveyendo el desenlace, portaba con ella sus maletas. El día anterior había, además, alquilado una habitación a Hortensia, una buena amiga que la había ayudado y aconsejado siempre que lo había necesitado. Hacía ya mucho que su amiga le había intentado hacer ver la realidad de la situación. Llevaba demasiado tiempo en un camino sin salida a ninguna parte, Hortensia le había enseñado que si se lo proponía con verdadera fe, encontraría la salida correcta, allí por donde realmente tenía que caminar. Seguro que si lo hacía, tarde o temprano encontraría alguien que la pudiera satisfacer, que la mimara y valorara como se merecía.
Estaba a punto de marcharse, cuando alguien gritó su nombre, a su espalda. Se sorprendió por ello gratamente. No había visto nunca a aquel hombre y en cambio él la había llamado por su nombre.
- No te vayas... Espera, por favor, - le rogó, encarecidamente.
- Perdona, pero no nos conocemos...
- Si, tienes razón. Soy Narciso, - se presentó, al tiempo que hacía una leve inclinación frontal.
- ¿Cómo es que me conoces? No te había visto nunca antes.
- Bueno, quizás no me recuerdas. Esa es una larga historia... ¿Te apetece un café y hablamos? – se ofreció adulador.
Rosa no tenía claro que hacer. Por un lado, le parecía interesante Narciso, pero por otro..., le quedaba una conversación pendiente con Óscar, que seguía sin acudir a la cita.
Narciso, se la miró a los ojos, insistiendo con su franca y limpia mirada.
- De acuerdo, vamos, pero solamente un rato... – dijo al fin, no sin ocultar sus dudas.
- No te preocupes más por él, sabes que no vendrá. Te ha vuelto a dejar plantada. Es un cara dura, - sentenció, esperando la reacción que aquella aseveración causaría en la chica.
Rosa quedó alucinada. ¿Cómo aquel desconocido sabía todo aquello? Ahora, más que nunca, le quedaba claro que debían tomar ese café juntos. Le pediría explicaciones y después se marcharía para encontrarse con Óscar y dejar clara la relación.
- Veo que tenemos mucho de que hablar...
Le devolvió una encantadora sonrisa que causó una ligera perturbación en Rosa. Rosa era una mujer realmente atractiva, sus manos estaban dirigidas por unos largos y delgados dedos de aquellos que llaman de pianista. Caminaba, con un contoneo casi imperceptible, con unas largas y esbeltas piernas, bien torneadas, avanzando a pasos suaves y ligeros, provocando un encantador movimiento de caderas que incitaba a que más de un viandante se volviera para mirársela con deseo. Ella lo sabía, era consciente y se notaba que disfrutaba provocando. Lucía una larga cabellera oscura, casi negra, con unos ligeros rizos que la hacían parecer algo más juvenil de lo que en realidad era. De su cara destacaban un salpicado de pecas y unos ojos grandes y negros que fascinaban a cualquiera que coincidía con ellos.
Llegaron a la cafetería más cercana, se sentaron en una mesa apartados del resto, donde disfrutarían de un poco más de intimidad. Aquello sorprendió a Rosa, pues iba con un total desconocido y sin ninguna intención de ir más allá que charlar un rato. No se le había pasado por la cabeza nada más, ni mucho menos. Primero tenía que acabar lo que tenía pendiente y puede que más adelante, se planteara retomar una relación. En aquellos momentos, una nueva relación sería imposible de empezar. Desconfiaba de todos los hombres, al fin y al cabo, la gran mayoría eran iguales. Encontrar a su alma gemela debía ser una hazaña inalcanzable, maravillosa, pero inalcanzable, una utopía.
Un camarero con rasgos hindúes, guapísimo, se acercó para atenderles. Pidieron los cafés y tan pronto como se quedaron solos, Rosa lo acribilló a preguntas.
Narciso, al contrario que ella, era un hombre tranquilo, pausado y sobre todo muy discreto. Le pareció que la chica iba demasiado acelerada y la quiso tranquilizar, no tenía ninguna intención de preocuparla y tampoco tenía nada que esconderle. Si él, ciertamente la conocía, era por que tenía claros motivos para hacerlo y ella muy poca memoria para recordarlo.
- Me gustaría que te lo tomaras con más calma. Te veo agitada y puedo garantizarte que no debes temer nada. Tampoco pretendo ocultarte nada. Te veo demasiado ansiosa y eso no es bueno. No estoy aquí por casualidad, estoy aquí para ayudarte. – Se le veía sincero.
- Pero no entiendo, ¿cómo sabes mi nombre? ¿qué sabes de mí...? – hablaba en voz baja, con la intención de que nadie alrededor se percatara de aquella extraña conversación que mantenían dos desconocidos.
- Hace tiempo que sé de ti. Hace tiempo que te observo. Reconozco una persona valiosa con sólo mirarle a los ojos, y tú eres una de estas personas. Me haces padecer con tu nerviosismo, un día y otro. Hoy por fin me decidí a hablar, pues ya no podía esperar más, – se hizo un largo silencio que provocó que Rosa se pusiera aún más tensa.
- Me gustas, - lo dijo claro, con toda la serenidad que emanaba de su ser.
Mantuvo la mirada fija en la profunda mirada de ella, sin pestañear ni una décima de segundo. Quería que ella sintiera la sinceridad y la calidez de sus palabras. Que no le quedaran dudas. La duda impediría todo contacto, rompería todo el encanto y nublaría la realidad del encuentro.
Notó como ella temblaba tímidamente, como su alma luchaba por entenderlo, por saber lo que le estaba pasando. Por qué Narciso le provocaba que su vello se erizara de arriba a bajo, era una vibración que recorría su cuerpo, una sensación de bienestar difícil de explicar. Reaccionó de pronto sonrojándose. Su piel ligeramente tostada por el sol, lo disimuló, pero Narciso se dio cuenta. Sin pensárselo, le acarició el rostro con una ternura inusitada, una forma de contacto que nunca hasta entonces había percibido su frágil piel. En un impulso, le sujetó la mano, lo que le permitió apreciar la suavidad, la fuerza y el vigor que conservaban. Eran las manos de un hombre cálido, que estimulaba todos los sentidos, que la portaba a las nubes y la descendía con toda la suavidad y delicadeza que uno pudiera imaginar. Para dejarla reposar con los pies en el suelo, abriéndole los ojos a una nueva vida, al amor, al estallido de los sentidos.
Se quedó boquiabierta durante largo rato. Ninguno de los dos se atrevió a retirar la mirada. Era tanta la fuerza de atracción que les fue totalmente imposible. Continuaban entrelazados de manos y alma. Rosa sentía en su interior como si conociera a aquel hombre de toda la vida, de repente ya no le parecía un extraño, todo lo contrario. Aquellos ojos, aquella mirada, aquel tacto, hasta su voz le era familiar. Le parecía un recuerdo lejano, puede que de la infancia, pero por más que lo intentaba, no lo recordaba. Era una situación muy extraña la que estaba viviendo, pero tan intensa que no quería dejarla escapar.
Pasados unos largos minutos, reaccionó, aterrizando sobre tierra firme. Fue en ese momento, cuando los sentidos fueron conscientes de lo que estaba ocurriendo, cuando se sintió incomoda. Fue entonces, cuando se percató de lo que le estaba pasando. Por un instante, tuvo el fugaz instinto de levantarse para salir huyendo, sin más, pero cuando quiso intentarlo, fue tanta su timidez que sus piernas no la siguieron. Fue como si las tuviera metidas en un bidón de hormigón fraguando. Narciso, intuyendo lo que sucedía por la mente de Rosa, decidió rodearla con sus brazos, ofreciéndole su cojín, hecho de suave algodón, para que reclinara su cabeza y tuviera tiempo de pensar.
Rosa se tranquilizó, volvió a sentirse plena de nuevo. Era aquel, un ir y venir sin saber donde ni porqué. Era un mecerse inagotable, que no la dejaba parar. Ahora con Narciso apretándola en un cálido abrazo, el empuje del balanceo cada vez era más débil, como si estuviera perdiendo fuerza. Como si por fin encontrase la ansiada armonía.
La liberó de sus brazos en cuanto percibió el paulatino ritmo de su corazón. Le hizo ver, dando un toque de vanalidad a la situación, que todavía no habían probado el café, que éste estaría frío. Rosa, rió, viendo lo insignificante que aquello era comparado con la afloración de sus sentimientos más profundos. Él sonrió, complacido, siempre había tenido fe en aquella mujer y por supuesto, no se había equivocado. Tenía muy claro que Rosa nunca le volvería a dar la espalda, que a partir de ahora siempre le miraría a los ojos y le hablaría, le confesaría sus sentimientos más profundos sin orgullo, sin miedo, pues había notado como no había ninguna duda en sus ojos, que su mirada transmitía sinceridad, pureza y ganas de continuar aprendiendo de la vida, sin perder nunca de vista, sin olvidarse que Él siempre estaría cerca para orientarla cuando lo necesitara. Que siempre encontraría un abrazo sincero. Una palabra de aliento, una mirada.
Quedaron en que cada día se encontrarían un rato y hablarían, todo el tiempo que les hiciera falta, daba igual la hora del día, el lugar o la situación, Él iría a encontrarla siempre. Fue sólo entonces cuando Rosa consiguió levantarse de la silla y marchar. Ahora era capaz de dirigir su vida, porque a su lado tenía un gran amigo que la escuchaba a todas horas.
Al salir de la cafetería, miró hacia el interior a través del cristal, buscando la mirada de Narciso. Observó claramente, reflejado en el vidrio como Narciso le ofrecía una preciosa rosa blanca, para que la llevase siempre encima. Aquella Rosa era muy especial, era mágica, nunca se marchitaba.