La Rosa de la Fe




El alma del hombre es inmortal, y su futuro es el futuro de algo cuyo crecimiento y esplendor no tiene límites.
The Idyll of the White Lotus


Cada vez era más intenso. Escuchó un fuerte ruido, un estallido, alto y claro, venía de fuera, del exterior. No podía salir, puede que todavía no hubiese llegado el momento, quizás fuera pronto. Tanto daba si gritaba, si callaba o si se lamentaba, nadie en toda la capa de la tierra haría nada por él. Estaba atrapado.
El ruido no le era desconocido, tenía una sospecha acerca de lo que se trata, pero no estaba claro. Se esforzaba repetidas veces en adivinar que lo provocaba. Era un sonido seco, contundente, continuo. Cerró los ojos y respiró hondo. Utilizaba a menudo ésta terapia para relajarse. Notaba un dolor en la nuca que iba en aumento, sabía que si no conseguía tranquilizarse aquel dolor se volvería insoportable. ¿Cómo podría controlarlo? Casi estaba a punto de perder las esperanzas, incapaz de conseguirlo. De repente, algo lo hizo reaccionar. Fue una voz suave y dulce, al lado, justo en su oído, fue una voz que le dio bienestar, fue quien le dio la solución a su problema.
Nevaba, hacía un aire glaciar, solamente una piel curtida, propia de aquel lugar, podía suportarlo. Era un frío que se calaba hasta los huesos, casi se podría decir, inhumano. Arrastró los pies a duras penas, cada paso representaba un suplicio, pues su propio peso le hacía hundirse hasta casi las rodillas y así durante metros y metros, quilómetros de camino sin fin. Un camino plagado de infortunios, un camino que no conseguía ver donde acababa, aún sabiendo, que el final estaba cerca. Así se lo había asegurado la voz. Una voz dulce y suave, tierna, melosa, que nunca podría olvidar. Algo maravilloso que le había dado la clave de su salvación. Nunca hay nada perdido. Siempre, siempre, debe haber un ápice de esperanza, hasta en ese momento en el que todo parece acabado o extinguido. Si se desea con fe, con puro convencimiento, será atorgado, - le dijo.
Todavía era capaz de ver el ligero resplandor del sol, que con una tímida pincelada teñía el cielo de tonos amarillos y azules. El hielo que se le acumulaba en los párpados, casi no le permitía mirar y disfrutar de aquella maravilla, en cambio era consciente de que otro día se estaba levantando y que él estaba allí para explicarlo. Un súbito dolor en el estomago le hizo recordar que era necesario alimentarse. Se detuvo por unos momentos para sacar de la mochila un pedazo de carne de las últimas provisiones que le quedaban. En menos de dos días, sus provisiones, se agotarían. Todavía recordaba haber leído que en estos casos se puede subsistir unos días más alimentándose de los excrementos y de la orina. No descartó esa posibilidad.
Comió sin detenerse. Si lo hacía, no tenía claro que pudiera volver a arrancar de nuevo. Sólo se pararía para dormir el rato que el cuerpo le exigiera. Su pánico era, quedarse dormido y que la nieve lo cubriera, enterrándolo para siempre bajo una densa capa. No pudo evitarlo, lloró como un niño pequeño, perdido, sin una mano a la que cogerse, sin un motivo por el que continuar. Sólo aquella insistente voz que lo guiaba, le iba dando indicaciones a cada paso que daba, indicándole el camino. Aquella melodiosa voz, le hacía compañía, lo consolaba, le obligaba a levantarse cuando su cuerpo desfallecía. Le mostraba la luz del astro solar, le hacía observar las nubes, la extensión de nieve que se abría ante él, la belleza del magnífico y espectacular entorno en el que se encontraban, olvidándose del frío, del hambre y de la soledad.
Mientras respirara habría esperanza, mientras sintiera habría esperanza, mientras pudiera ver habría esperanza, pero sobre todo mientras pudiera sufrir, habría esperanza.
Le agradecía a aquella voz insistente su ayuda, se lo agradecía de corazón, pero los dos sabían que aquel esfuerzo no llevaba a ningún sitio, era absurdo, perdido desde hacía no se sabe cuantos días, en aquel lugar a quilómetros de cualquier zona habitada. Imposible. No creía en los milagros. No existían, - se repetía. En contra de sus pensamientos, la dulce voz a quien decidió ponerle el nombre de Rosa, le continuaba inyectando fuerzas, pero sobre todo fe en Dios y en su misericordia.
- No seas débil. Tu espíritu es fuerte, no lo dudes. No puedes flaquear ahora, después del esfuerzo que has hecho. Nada ocurre por casualidad, todo tiene un porqué, una razón de ser. Tienes que creerme, continúa, camina, resiste. Eres fuerte, de una fortaleza indescriptible. Como puedes pensar que ahora te abandonaré.
José escuchaba atentamente, incrédulo, seguro de que no estaba alucinando. Rosa lo seguía, estuvo con él todo el tiempo, constante y confiada. Fue entonces cuando él supo que ella nunca le abandonaría. Se hizo de noche. El frío y el temor a morir, lo mantuvieron tenso y espectante. Pasar aquella noche sería una prueba de fuego. Finalmente, decidió detenerse, no le quedaban fuerzas, sus piernas se habían convertido en inflexibles barras de hielo, no notaba los dedos de los pies, ni los de las manos. Como pudo, sacó la manta que, antes de partir, encontró de entre la montaña de maletas y de ropa de los pasajeros. Revivió en tan sólo unos instantes todo el accidente. Hasta ese momento, no se había preguntado, cómo había conseguido sobrevivir. No tenía más que algunas contusiones, ni un sólo corte o hueso roto. Que mala suerte sería, entonces, morir en aquellas condiciones, después de haber conseguido salvarse de aquel brutal accidente, después de haber sido el único superviviente.
El sueño le invadía, sabía que de un momento a otro se sumergiría en aquel placer que ni que fuera por unas horas le sacaría de aquella pesadilla. No quiso recordar nada más. El sopor le venció de forma imparable, transportándole a un lugar diferente, donde se sintió a gusto. Pudo percibir la calidez de su hogar, de su familia. Ellos lo rodearon formando un círculo de energía que pudo distinguir con absoluta claridad. Notó los besos, caricias y abrazos que sus familiares le daban con todo el amor del que eran capaces, el que salía de sus corazones.
Los observó con detenimiento, ¿qué les ocurría, porqué no estaban contentos? Lloraban, le acariciaban la cara, parecía que le estaban dando el adiós.

- No me voy, he vuelto. ¿Por qué os despedís...? – notaba que aquello era muy extraño.- No lloréis estoy bien. Ellos no le oían, no podían escuchar sus palabras, se dejó los pulmones gritando con desesperación, al tiempo que una inmensa e imparable fuerza le empujaba hacía la luz. ¿Que era aquello? Una luz blanca, de un blanco puro, más blanco que la nieve que le rodeaba. Una luz, justo ante él, en medio de toda aquella oscuridad. Alguien al otro lado de la luz, alguien que le pedía la mano, gritaba su nombre, con insistencia. Quería ir hacía allí. Decidió caminar en aquella dirección, intentaría averiguar de que se trataba. De repente otra vez aquellos golpes, aquel ruido, seco, contínuo. Tenía claro que se trataba de un sonido conocido. Y después la voz... Rosa todavía estaba con él, fiel, a su lado hasta el final.
Reaccionó, por fin supo que eran aquellos perseverantes golpes, aquel latido insistente, continuo, que no se detenía, que siempre marcaba el mismo ritmo. Era ni más ni menos que el latido de su propio corazón, alto y claro. Estaba vivo. Estaba bien. Ahora ya podía salir. Había llegado el momento. Abrío los ojos, todo era claro y nítido. No había hielo en sus párpados. El frío había desaparecido por completo, una paz inundó su alma. Observó con detenimiento a su alrededor. Se vió rodeado de maquinas, conectado a extraños cables. Se sentía mareado, la desorientación le provocó un ligero vahído. ¿Donde estaba...? ¿qué hacía allí estirado...? Esa no era su casa.

- ¿Rosa donde estás? ¿Dónde te has metido, no te oigo...? - imploró su presencia, se sentía solo y desamparado, en cambio no obtuvo respuesta. Silencio, el más absoluto silencio.
Las lágrimas se apoderaron de él, acababa de perder una buena amiga. Lo había abandonado. No comprendía el porqué de aquella separación repentina. Se detuvo, alguién acababa de susurrarle al oido, quizás fuera ella.
- José, bienvenido, - escuchó con total claridad.
- ¿Quien eres...? tu no eres Rosa, ¿dónde está Rosa? Que vuelva..., pídele que vuelva - gritó desesperado.
- ¿Quien es Rosa, hijo...? ¿de qué hablas...? Tranquilízate, estás alterado, es normal. Llevas mucho tiempo en cama, te sientes débil, no te preocupes, es normal... quédate tranquilo, ya ha pasado todo. – Era su madre, quien le hablaba a la vez que lloraba y le acariciaba el cabello áspero y sin brillo.
No entendía nada. Parecía una habitación de hospital, puede ser por el accidente... debieron rescatarlo, el accidente, claro... lo habían rescatado, - balbuceó entre dientes.
- ¿De qué accidente hablas...? ¿Que estás diciendo...? No has sufrido ningún accidente, - sentenció la madre con palabras de consuelo.
- Quiero hablar con Rosa, la quiero a ella... ella me ha salvado la vida...la necesito... ¿Qué es esto, qué hago aquí? – sintió desesperación, por no entender nada.
Su madre no conocía ninguna Rosa, no podía darle aquello que su hijo le pedía. Sólo podía dar las gracias a Dios por habérselo devuelto, después de tantos años. Lo que no sabían era que Rosa continuaba allí observándolos, orgullosa y feliz.