La Rosa de la Paciencia





La paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo.
Giacomo Leopardi


Cada vez se sentía más agitado. Pasaban ya horas desde que él y la chica hubieran decidido encontrarse, la casualidad hizo que no coincidiesen, aunque ambos habían acudido a la cita. Sorprendentemente ella se había colocado de espaldas al chico, buscando en la dirección equivocada. Estaba nerviosa, quizás demasiado agitada, aquello no era necesario, se tenía que tranquilizar un poco, pues el estado que llevaba no la ayudaba a tener una visión clara de la situación.
Por otro lado, él, situado justo donde habían quedado en encontrarse, se mantenía a la expectativa, paciente, cauteloso, con un cierto recelo, pero tranquilo, la conocía bien y sabía seguro que en un momento u otro ella miraría hacía donde tenía que mirar y se lo encontraría de frente, con el alma abierta a su amor, tal y como habían pactado en su día, un día lejano pero no por eso inolvidable, un día en el que se juraron amor eterno, un día que nunca el transcurso del tiempo podría borrar de sus memorias. Deslizó los dedos por los pétalos de una Rosa añeja, antigua pero no por ello menos fresca y aromática, notando la suavidad del terciopelo con el que estaban hechos sus pétalos. Trató la Rosa siempre como un tesoro, era lo único que tenía de ella, era aquella Rosa su única conexión. Habían podido gozar tan sólo de un escaso segundo de felicidad, de aquello que llaman felicidad absoluta, algo que muchos ni se lo pueden imaginar. Es cierto, que fue muy fugaz, fugaz pero intenso. Hacía tanto de aquello...
Recordó el momento, lejano en un rincón profundo de su memoria, recordó como ella paseaba contorneándose, luciendo su esbelta figura y su impresionante altura. Llevaba una falda por debajo de las rodillas que ondeaba al ritmo de sus movimientos sinuosos, una camisa de gasa blanca, casi transparente, dejaba adivinar la belleza de sus pechos, firmes y bien formados, sus cabellos largos, rizados de tonos rojizos como el cobre, sujetados por una lazada hecha con un bonito trozo de tela de hilo, su piel blanca, salpicada por graciosas pecas y aquellos grandes ojos, verdes, geniales... Nunca olvidaría aquella imagen. Caminaba decidida por el centro mismo de la calle, una calle de tierra y piedras que atravesaba el pueblo de lado a lado, la calle principal. A cada paso que daba, levantaba un remolino de polvo que la envolvía sutilmente. Al observarla de lejos y por el efecto del sol que la iluminaba desde atrás, por un momento, le pareció que se trataba de una aparición. Para su sorpresa la chica, que debía tener poco más de dieciocho años, se dirigió hacía donde él estaba, alucinado por su presencia. Se fijó y se dio cuenta entonces que llevaba alguna cosa en las manos que de lejos no pudo distinguir. Cesó en su tarea de guardar las herramientas de labrar sobre el carro, pues no podía apartar la vista de la chica que cada vez estaba más cerca. Notó un fuerte escalofrío y una agradable sensación que recorrió todo su cuerpo, como si le pasara la corriente a muy alta intensidad, recorriendo toda su piel, huesos, músculos y vello, como si de repente tuviera que ocurrir algo inesperado, algo que había deseado toda su vida. La chica se encontraba a tan sólo diez metros de distancia. Sin poderlo evitar, la miró directamente a los ojos, clavándose sus miradas con tanta fuerza que casi se podía percibir la energía desprendida en aquel momento por aquellas dos almas inexpertas pero a la vez llenas de amor. A él le cayó la azada de madera y hierro que llevaba en las manos provocando un fuerte ruido al chocar en la tierra, pero ni siquiera eso le inmutó. La atracción fue tan fuerte que no pudo reaccionar ni tampoco desviar la mirada. Ella le sonrió con un afecto tan inmenso que le provocó temblores imparables. Las piernas no le respondían, no era capaz de articular una sola palabra, la voz se resistía a emerger por su garganta que reaccionó atrofiada. Hubiera querido decirle tantas cosas...

Cuando llegó a su altura pudo notar con claridad su sinuoso perfume de Rosas, hizo una fuerte inspiración para que el aroma le penetrara hasta lo más profundo y llenara su corazón con su esencia. Fue tan fuerte la sensación que unas lágrimas le brotaron imparables. Fue un sentimiento nunca antes conocido. Era la paz que se había introducido por todos los rincones de su ser y lo transportaba a un dulce y acogedor lugar que le hacía volar, como si su cuerpo fuera ajeno a la gravedad. No sabía cuanto tiempo había pasado hasta el momento de recuperar los sentidos, cuando se dio cuenta de que estaba allí, tocando con los pies en la tierra. Fue tan fabuloso...
Ella ya no estaba, debía de haberse alejado por alguna calle perpendicular, pues no quedaba ni rastro de su presencia. Pidió a un hombre que paseaba calle arriba si la había visto. Era muy extraño, aquel hombre no había visto a nadie, en cambio debía haberse cruzado con ella. Una mujer, que venía de comprar, tampoco la había visto, ni aquellos dos niños que jugaban a perseguirse... ¿Cómo se había podido esfumar de aquella manera? Se puso nervioso, no podía pederla, tenía que hablar con ella, la tenía que encontrar. Empezó a correr en la misma dirección, mirando a un lado y a otro de las calles. Su ansiedad no le permitía razonar. En ningún momento se detuvo a pensar que le diría cuando se la encontrara cara a cara, con que excusa la acecharía y que intenciones tendría. Se pasó más de dos horas dando vueltas arriba y abajo sin sentido, preguntando a unos y a otros, entrando en las tiendas y llamando a las puertas de las casas, sin éxito. El sol estaba bajando, empezaba a refrescar, la tarde se volvió penumbra igual que su pesar. Parecía imposible lo que le estaba pasando...
Cuando fue consciente de que no la volvería a ver, de que quizás todo había sido efecto de su imaginación, decidió volver a casa, no tenía ganas de trabajar, el día para él se había acabado en el mismo instante en el que ella desapareció.

Vivía en las afueras del pueblo, en una casa apartada, sin vecinos cercanos, con una gran extensión de terreno de cultivo. Estaba solo, hacía más de dos años que sus padres habían muerto. Era joven, fuerte y valiente, pero también un poco tozudo y bastante reservado, no tenía muchos amigos, más bien ninguno en el que confiar. Se subió al carro y animó al burro a caminar para regresar a casa. El animal debía notar su abatimiento pues cada paso que daba parecía que le costaba un gran esfuerzo. A Lucas no le quedaban ánimos para azuzarle y lo cierto era que tampoco tenía ninguna prisa en llegar, nadie le esperaba, únicamente cuatro blancas paredes en las que cobijarse y sentirse resguardado. Si ella no estaba, que más le daba todo. Era aquella mujer y no otra la que le había hecho temblar, sin ella, nada tenía sentido.
Entraron, burro y amo, pensativos por la puerta de la verja que rodeaba la finca. Liberó al animal para que pudiera acudir a alimentarse y descargó las herramientas del carro con toda parsimonia. Había perdido las ganas de hacer nada, se había hecho tarde y tampoco tenía ánimos. Entró en la casa, era grande, demasiado grande para él, confortable, sin grandes comodidades, pero con todo lo necesario, se notaba que no había ninguna fémina que la habitara, nadie que le diera aquel toque femenino, como cuando vivía su madre. Se dejó caer apesadumbrado sobre el viejo balancín ya gastado que había pertenecido a su bisabuela. El momento invitaba a balancearse, a balancearse suavemente, como se lo hacía su madre cuando era pequeño y se ponía triste. Cerró los ojos intentando recordar la cara de la chica, para volver a percibir su olor, para volver a sufrir con las mismas sensaciones. Consiguió imaginársela, pero no fue lo mismo. Se sentía tan melancólico que casi no podía ni llorar por aquel amor perdido. Por algo, que en realidad no podía decir que había sido amor ni tampoco que había perdido, porque aquel sentimiento nunca le había pertenecido.
Estaba sumergido en aquellos dolorosos pensamientos cuando alguien llamó con fuerza a la puerta. Se dio un buen susto, no esperaba ninguna visita. El llamar era insistente, reaccionó para salir corriendo a abrir, con un ápice de esperanza en los ojos, con una intuición. Al abrir la puerta se encuentró a los dos niños que unas horas antes estaban jugando en la calle cuando sucedió todo, uno de ellos llevaba una cosa en las manos. Al verlo, sé quedo boquiabierto, era la misma Rosa que la chica pelirroja llevaba aquella tarde. Se quedó parado sin saber que hacer, el niño más pequeño, el que asía la Rosa, se la ofreció, el mayor dijo:
- Señor, esto es para usted, de parte de la chica desconocida del pueblo.
- ¿Dónde está la chica? ¿Qué os ha dicho...? ¿Os ha dado su nombre...? – Estaba hablando con absoluta desesperación, tomando la Rosa con delicadeza sin dejar que su nerviosismo pudiera perjudicar sus dulces pétalos.
- Se ha ido, nos ha dado esto y nos ha pedido que lo trajéramos hasta esta casa y se lo entregásemos al hombre que vive en ella. Nada más, no nos ha dicho nada más, nos ha dado un beso y nos ha dado las gracias. Es tan guapa...– Aseguró el niño dando todas las explicaciones posibles. Sin entender nada de lo que pasaba entre aquellas dos personas.
- Está bien, gracias chicos por haber llegado hasta aquí, espero que vuestras madres no os estén buscando... No tengo nada para daros, - dudó - bueno, si, tengo unos pocos higos recién cogidos, ¿si os gustan...? – Se los ofreció agradecido de verdad.
- Si, yo quiero uno – Fue el pequeño el primero en hablar.
Les ofreció un plato lleno de higos y les permitió que cogieran todos los que se pudieran comer. Los niños fueron muy educados y solamente tomaron un par cada uno y se marcharon al mismo tiempo que se los comían con deleite, de regreso al pueblo.
Lucas se quedó parado con la Rosa en las manos, sin saber que hacer, no entendía nada de lo que estaba pasando. Cerró la puerta y se dirigió hacía el balancín, cogió la Rosa con ternura mientras se columpiaba con suavidad. Observó la Rosa con detenimiento. Deslizó los dedos por los pétalos notando la suavidad del terciopelo con el que estaban hechos. Bajando a lo largo del tallo, cuando de repente descubrió un papel plegado que lo envolvía. Lo retiró intrigado y emocionado. Parecía un mensaje.
Cuando leyó el mensaje lo entendió todo de repente. Era cierto que nunca podría olvidar aquella oleada de amor que le había invadido. Se sentía feliz como nunca antes lo había estado, unas lágrimas de pura felicidad resbalaban por sus pómulos. Cogió la Rosa y decidió que hacer con ella. Lo tenía muy claro. Todo ahora, sería diferente. Sólo restaba tener la suficiente paciencia.