La Rosa de la Tristeza




Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sientes demasiado, se vuelven bestias.
Miguel de Cervantes Saavedra

Cada vez estaba más entusiasmado. El saber que avanzaba, aunque fuera lentamente, le hizo levantar el ánimo. Ya le tocaba, ya era hora de respirar tranquilo. El ahogo sufrido tenía pinta de haberse disipado definitivamente. Había sido una meta costosa, algo difícil de conseguir, pero había quedado demostrado que no era imposible. Las cosas se podían ver con otra perspectiva a la que estaba acostumbrado. Cada día que pasaba lo tenía más y más claro. Su intención era contagiar su positividad a todo el mundo, a todo aquel que estuviera dispuesto a transformarse tal y como él lo había hecho. Una transformación derivada del espíritu de superación que poseía. Ahora sabía que los ánimos no deben decaer con la facilidad que lo hacían antes, porque ahora tenía lo más magnífico que un ser humano pudiera tener. Era poseedor del conocimiento necesario para valorar la vida, tenía la creencia y el amor suficientes para enfrentarse a las dificultades, conocía la piedad, había hallado la paz interior, conocía los valores más elementales de la vida, unos valores que eran los más difíciles de encontrar, pues las dificultades del camino, las bifurcaciones, las piedras, los baches, los profundos surcos, con los que nos sorprende la vida, pueden hacer flaquear estos valores, pueden, en consecuencia, provocar un súbito rechazo a la vida y a sus maravillas. Pero si se dispone de la paciencia suficiente, siempre llega el momento en el que una puerta se nos abre a nuestro frente para ser traspasada. Alguien nos da unas precisas indicaciones, alguna herramienta se nos ofrece que si la sabemos utilizar puede ayudanos en nuestro resurgir. Como le ocurrió a Jordi.

Él lo había sufrido en su propia piel, sabía de que hablaba, de que se trataba, pues había sido el suyo un camino lleno de curvas, donde la altura de los precipicios le hizo desfallecer en algunos momentos. Entonces, como siempre pasa, llega ella, tan fresca y espléndida, con esa firmeza propia de su naturaleza, una naturaleza sabia, que la conduce allí donde la necesitan. Se mostró tranquila, su serenidad en ocasiones, hacía poner nervioso a sus destinatarios, pero ella sabía muy bien lo que se hacía. La primera vez que se encontraron, cara a cara, Jordi no reparó en ella, en Rosa. Pasó por delante suyo, poniéndose a sus espensas y él, ofuscado, ni siquiera la distinguió. No se percató de que estaba allí, allí mismo, cerca, justo a su lado, mirándole, con sus ojos penetrantes, transparentes, con aquellos ojos que lo dan todo. La ceguera de Jordi era importante, la venda que le cubría los ojos se oscurecía cada día que pasaba, hasta no dejarle ver más que sus propias fantasías.
Continuaba remando, desahogándose, obcecado en sus pensamientos, buscando en su interior una salida rápida. No podía hacer frente a aquel sufrimiento, era demasiado para su alma. No podía continuar de aquella forma, no era capaz de vivir sin su familia, el maldito accidente se había llevado para siempre a Begoña y Amapola, todo lo que tenía. ¿Cómo un hombre, trabajador, cariñoso, con toda una vida por delante, se había quedado de repente sin nada...? No podía parar de darle vueltas, una y otra vez a ese desgraciado desenlace, a la agonía que lo consumía cada día un poco más, arrastrándole a límites insospechados. El mar estaba tranquilo. Las suaves olas, el color azul que se confundía con el azul del cielo, un cielo despejado, sin ninguna nube, donde el sol brillaba, intenso, clavándole su luz en pleno rostro. Un rostro apagado, de mirada perdida, triste, añorando momentos pasados, sin fe, sin esperanza...

La barca flotaba, avanzando lentamente, aunque Jordi remaba con fuerza, la fuerza volcada no era suficiente para conseguir mover el peso de la tristeza. Sintió por un momento ganas de abandonar, de darse por vencido. Pensó que aquella era la mejor salida. Le gustaba navegar, le gustaba el mar, le fascinaba la luz del día, se encontraba en el paraíso, en su paraíso. Era el momento de dejarse llevar, de volver al lugar del que había venido y así olvidarse para siempre de todo. Miró a su alrededor, estaba rodeado de agua por todas partes, era un diminuto trozo de materia perdido en medio del espectacular océano. Se sentía insignificante delante del universo. No sintió ningún tipo de miedo, no tenía ningún otro sentimiento, sólo no sentir, solamente indiferencia. Recogió los remos, con lentitud, decidido. Afortunadamente estaba solo, nada ni nadie le podrían hacer desistir. Con los remos en las manos, se puso en pie sobre la barca y en un acto de valentía los lanzó al agua. Las lágrimas le humedecieron las mejillas, enrojecidas por el sol. Ya no había vuelta atrás, ya no disponía del único medio que lo podría llevar hasta tierra firme. Ahora estaba en manos del destino. Se desnudó, sacándose toda la ropa que llevaba y la lanzó al mar, observando como la marea la alejaba. Pensó que cuando su madre lo trajo a este mundo, lo hizo desnudo. Ahora volvería de idéntica forma, desnudo de corazón y alma. Se colocó lo más cómodo posible, estirado en el centro de su barca, dejando que los rayos quemaran su piel. La piel de un hombre acabado, la piel de un hombre sin salvación, de un ser que había renunciado a lo más preciado que uno posee, que había renunciado a su propia vida. Algo que no le pertenecía y sobre lo que no tenía potestad para deshacerse. Él no era quien para poder decidir. La vida le fue atorgada para ser abandonada en su momento, nunca antes, siempre en el momento que corresponde. Y aquel no era su momento. Él no podía elegir su momento.
Estaba extrañamente tranquilo, respiraba de forma acompasada, intentando dormirse, pensando que así la muerte se lo llevaría sin que se diera cuenta. Mientras lo hacía, por más que quisiera evitar el dolor que le causaba el recuerdo, no cesaban de llegarle a la mente imágenes de su mujer y de su hija. Perdió totalmente la noción del tiempo. Habían transcurrido ya muchas horas desde que permaneciera desnudo expuesto a los designios del destino. Casi sin darse cuenta, empezó a percibir en su piel el frescor de la noche. Se negó a abrir los ojos, pensó que era preferible mantenerlos cerrados, no le interesaba nada de lo que pudieran ver, sólo quería verlas a ellas. Recordó que si llegaba a un estado de conciencia alejada de la realidad podría ser capaz de no notar el frío. Dejar de tener sentimientos no le hacía falta, pues eso ya lo había conseguido. Pero aquel frío lo empezó a poner nervioso. Pasaban las horas y continuaba temblando, no conseguía concentrarse para dejar de sentir, por más que lo intentaba. Hacía muchas horas que no ingería alimento y su estomago se empezaba a quejar. Conforme pasaba el tiempo allí estirado, el dolor se hacía más insoportable, la sequedad de boca por la falta de ingesta de agua, también lo empezó a incomodar. De repente, sintió un ligero calor, era muy ligero, suave, casi imperceptible, un calor agradable, que en aquellos instantes de desesperación le reconfortó. Le hizo darse cuenta que la muerte no lo había atrapado todavía, pero si continuaba atrapado en aquella profunda tristeza que le envolvía al completo. Todavía estaba vivo, pese al mal trago que había pasado. Se quedó desconcertado consigo mismo, pues tuvo un sentimiento, ciertamente aquello había sido un sentimiento. Era un sentimiento de gratitud. Pero ¿por qué? ¿Qué era lo que agradecía, si él no tenía nada que agradecer...? Se resistía a abrir los ojos. Había tomado una decisión y no pensaba detenerse, ahora no. Ni que quisiera volver atrás no podía, ya no disponía de los remos, ni de ropa para vestirse, estaba perdido en el océano, solo, sin nadie que pudiera oírlo y a no se sabe cuantos metros de la primera orilla. Cogió fuerzas y se mantuvo firme. Continuaría con su decisión. Olvidó la gratitud que le había embargado por unos segundos.

El sol había vuelto para hacer su labor diaria. Notó de nuevo su agradable calidez. Las tripas insistían, pero Jordi las ignoraba, no les hacía caso, aunque, si hubiera querido, con sumergirse en el océano y bajar unos metros, hubiera podido apagar el hambre con los frutos que el mar le tuviera reservados, lo que le supondría sobrevivir y darle fuerzas para continuar navegando. Era una decisión sencilla, continuar viviendo o dejarse llevar. Entre tantos pensamientos confusos se quedó dormido, sumido en un profundo y presagiante sueño. Se despertó sobresaltado, sudoroso e indefenso, había tenido un sueño terrible, un sueño que le había hecho temblar de terror. Había soñado que una gran ola con toda su bravura, chocaba violentamente contra su barca y lo lanzaba al agua mientras dormía, sin que pudiera despertarse para sujetarse e intentar salvar su vida, su cuerpo, inerte era engullido por el abismo, mientras podía ver claramente como un gran tiburón blanco, con una boca grande y temible se dirigía directamente hacía él para devorarlo entre sus fauces. Fue así como reaccionó. Fue así como su instinto de supervivencia le obligó a levantarse, a abrir los ojos y a reflexionar seriamente sobre su futuro. Fue en ese momento de reflexión, cuando repentinamente sus sentimientos afloraban uno a uno a su corazón, imparables. Fue cuando abrió los ojos para mirar al cielo y gozar de su luz, cuando por fin se decidió a lanzarse al agua a recoger los frutos del mar, no temió al tiburón, pues algo le decía que mucho le quedaba aún por vivir. Se puso a comer aquellos alimentos con auténtico deleite, llenándose de ellos para dejar atrás el hambre y que ya no le atormentara más. Fue cuando después de sentirse bien lleno de corazón y espíritu, se lanzó al agua, pero esta vez con una fuerza y una fe fuera de lo normal, con una fe inimaginable, que le permitía nadar, utilizando su cuerpo, sus pies y sus brazos, para llegar a tierra firme, para tocar con los pies en la tierra. Se sintió una persona nueva. Estaba desnudo, libre, caminaba seguro de sí mismo, feliz, lleno de amor para dar y regalar. La tristeza se había desvanecido, sólo le embargaba la alegría, la incertidumbre de un nuevo horizonte. Había sobrevivido a su propia locura. Había conocido la desesperación más absoluta, el sufrimiento más profundo, se había topado con la roca más pesada con la que uno se puede topar en su camino y la había apartado del medio y además, para siempre. También había reconocido su equivocación, su error al creer que estaba solo, que nadie en la tierra lo podía escuchar ni ayudar. Rosa había estado en todo momento con él, acariciándole y obligándole a sentir, transportándolo a ese sueño tenebroso que lo haría reaccionar. Meciéndole al tiempo que conduciéndole a los extremos de su resistencia. Haciendo ni más ni menos que su trabajo, lo que debía hacer.

Rosa lo observó de lejos, caminando por la arena. Al momento, no le sorprendió ver como Jordi se ponía a correr, gritando, riendo y llorando. Parecía increíble cuanta fuerza había recuperado en pocas horas. Cuando quedó agotado, se detuvo en seco. Levantó la mirada y los brazos al cielo y pidió perdón. Después del perdón, vinieron los agradecimientos. Cuando creyó que ya había concluído y que se marcharía, Rosa, que todavía esperaba paciente, se llevó una agradable sorpresa. De repente Jordi, se volvió para dirigirse a ella:
- Eres la Rosa más preciosa que nunca he conocido. – Y continuó su camino, tranquilo.