La Rosa de la Victoria





Cada hombre es su legislador absoluto, el que a sí mismo se dispensa la gloria o la oscuridad; él decreta su vida, su recompensa y su castigo.
The Idyll of the White Lotus


Cada vez que lo veía temblaba y sentía un escalofrío que daba miedo. Lo observaba a distancia, con detenimiento, intentando entrar en su interior, intentando entender aquel estado enfermizo que lo llevaba a estar dentro de la parte más oscura y profunda del alma. Él ni tan siquiera le prestaba atención, aunque sabía que ella estaba allí, que la podría reconocer en cualquier momento, pero no le interesaba, prefería continuar concentrándose en aquello que más vilmente alimentaba su interior, la sed de venganza, el odio, el fracaso, la ingratitud, la desesperación, pero sobre todo la soledad. Aquella soledad que nunca lo importunaba, con la que se sentía pleno, suficiente, donde se creía protegido. La soledad no le molestaba nunca, le envolvía con aquel silencio sepulcral tan bienvenido y le invitaba a pensar que lo que pasara al día siguiente, era indiferente, otro nuevo silencio sería bienvenido. En aquella soledad era donde crecían y se multiplicaban sus emociones, su instinto perverso, sus pensamientos retorcidos, sus extravagancias y sus manías y si encima, la soledad iba de la mano de la negra oscuridad de la noche, era cuando alcanzaba el éxtasis, era cuando se encontraba en sus dominios, donde se mantenía en toda su plenitud.
Rosa lo continuaba observando, cada día un poco más cerca, acercándose con delicadeza, dando pasos muy cortos, acortando la distancia cada día que pasaba. Lo tenía que hacer, debía hacerle ver que ella también estaba allí, que su soledad tenía los días contados, que no lo dejaría continuar solo por más tiempo, porque debía de ser así, este era el trato. Tenía que llamar su atención. Esta era su principal meta. No podía consentir que transcurriera un día más a tanta distancia todavía el uno del otro.
Se lo encontró sentado en la estación del tren, en medio de un montón de personas que iban y venían, que pasaban por delante de él formando una nube que emitía luces de todos los colores y tonalidades. De tanto en tanto, levantaba la cabeza y mostraba una escalofriante sonrisa a todo aquel que le reconocía. Rosa fue elocuente, aprovecharía aquella confusión para sentarse a su lado. Lo hizo, con recelo pero segura de lo que estaba haciendo, notó como él tembló al percibir su perfume y su calidez. Instintivamente, le dio la espalda sin ni tan siquiera asegurarse de quien era, cerciorarse de quien le molestaba con su compañía. En el fondo él sabia perfectamente que Rosa se acababa de sentar a su lado, pero no tenía ninguna intención de darle la satisfacción de mirarla a la cara, era muy peligrosa. Sabía que si la miraba perdería sus facultades, aquellas que lo mantenían despierto. No dudó un segundo en girarle la cara con desprecio. Ella tranquila, le susurró al oído para hacerle notar que estaba allí y que no se iría tan facilmente. Él la conocía suficientemente bien para no confiarse.
Se levantó, enfadado, no hablaría con ella, no tenían nada que decirse. Debía hacer alguna cosa para perderla de vista, para esconderse y que lo dejara solo, la soledad no le molestaba y en cambio ella si. Empezó a caminar al lado de las vías del tren, demasiado cerca, quizás. Caminaba decidido, paralelo al camino que marcaba la línea del ferrocarril. Ella se levantó para seguirle los pasos, justo a su espalda, fuerte y segura de lo que estaba haciendo. Lo atraparía, se pondría a la par y en cuanto él se diera cuenta de su error, lo avanzaría sin titubear un segundo.
Él iba ahora demasiado deprisa, pero esto no fue ningún impedimento para Rosa, estaba bien entrenada y era mucho más ágil de lo que parecía. De repente, él se giró, dándole un buen susto, no se esperaba aquella reacción, no en aquel preciso momento. Se había puesto unas gafas oscuras que le impedían verle los ojos, constató su firmeza, aunque se cubriera los ojos, tenía delante a un ser respetable. Por un momento, se quedó parada, sin saber que hacer ni como reaccionar. Ciertamente la había cogido desprevenida. Se pusieron cara a cara, plantados a dos pasos de la vía. Ninguno de los dos se decidía a actuar, era peligroso para ambas partes. Finalmente fue Rosa quien le ofreció su mano y le pidió que caminaran juntos, uno al lado del otro, con respeto. Él hizo ver que se lo pensaba, pero al final accedió. Se cogieron de la mano para continuar caminando, esta vez a la par. No se dirigieron la palabra en ningún momento, era mejor así. Ninguno de los dos podía bajar la guardia. Evidentemente no se fiaban el uno del otro. Hicieron kilómetros y kilómetros en perfecta armonía. Ella de tanto en tanto se lo miraba e intentaba acertar a ver su interior. Él que se lo imaginaba, levantaba una pared infranqueable para no dejarla acceder. Rosa no paraba de darle vueltas, no dejaba de pensar, en realidad él le inspiraba ternura y compasión, si se hubiera dejado, lo hubiera mecido en sus brazos para apagar su fiereza, pero eso era un imposible. Nunca se podría producir. En realidad no podían vivir el uno sin el otro. Al tiempo que sentía estas emociones y de forma involuntaria, apretó con más energía de la necesaria la mano de él. Él respondió con una agresividad fuera de lugar, al percibir como la calidez le subía por el brazo, la soltó, antes que le pudiera llegar al corazón, culpándola, recordándole que eso no formaba parte del trato. Gritando que en cuanto la atrapara le arrancaría hasta el último pétalo, que la dejaría desnuda, que borraría su perfume para que se confundiera con el aire. Fue entonces, cuando ella en un ataque de valentía, apretó a correr para adelantarlo, para ponerse delante de él y así poder superarlo. Corría con una rapidez fuera de lugar, era ágil como una gacela. Él, justo detrás, le lanzó una amplia y provocadora sonrisa y acto seguido, la persiguió. No le hacía falta esforzarse demasiado, aquella mujer era patética, ella solita había caído en el engaño. En pocos metros aparecería un túnel, se adentrarían en él. El ansiado túnel atravesaba la montaña de lado a lado, se trataba de un túnel oscuro y excesivamente largo para que ella tuviera la suficiente energía como para conseguir llegar al otro extremo y escapar. Fue justo en el instante en que la oscuridad de la gruta la envolvió, cuando se dio cuenta de que había sido una auténtica estúpida, que sin quererlo, había caído en una trampa de la que tenía muy pocas posibilidades de salir victoriosa. Las piernas le empezaban a desfallecer, la fatiga, el cansancio, el agotamiento, sensaciones que se acumulaban por todo su cuerpo. Era ahora, un ser debilitado y vulnerable por la oscuridad que lo envolvía y que pretendía abrazarla en un gesto destructivo. Le era totalmente imposible distinguirle, sólo era capaz de escuchar sus estruendosas risotadas, su jocosidad, su fanfarronería. Le pareció notar una ligera vibración. Abrió todos los sentidos para captar aquello que podría ser su salvación. Efectivamente, se mostró atenta y rápida. Si era avispada podría sorprenderlo y no sólo librarse de él, sino que además, ganaría aquella batalla.
Él, sumergido en su prepotencia, no se daba cuenta de nada, continuaba ufano, creyendo convencido que todo estaba acabado para ella, que la volvería a mantener a raya, alejada a su espalda tanto tiempo como le viniera de gusto. Estaba demasiado entretenido, tan orgulloso de su habilidad que sus sentidos estaban cerrados a cualquier otra percepción ajena a sus emociones.
Ella percibió claramente su ignorancia, tuvo muy claro que lo tenía que continuar distrayendo hasta que llegara el momento oportuno. Y así lo hizo. Hizo ver que era débil, que era vulnerable, que realmente se sentía cautivada por su persona, por su fortaleza e inteligencia, le hizo creer que lo quería, que sería solamente suya, que haría todo lo que él quisiera, que no opinaría, si él no se lo pedía, que sería en definitiva su esclava.
El tren estaba ya a punto de pasar a la altura de ellos. Se encogió, algo que a él le pareció magnífico. Se volvió pequeña, casi invisible, para que él quedara convencido de su servilismo, de su imposibilidad, de su dominio supremo. Pocos segundos después, se escuchó claramente, un grito estremecedor, un lamento indescriptible, un dolor inconsolable, que permaneció en las entrañas de la montaña, golpeando en sus paredes, días y días, semanas, meses, años, quizás siglos...
¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo Rosa había podido huir de la oscuridad, como lo había conseguido...? Fue tan rápido, que no tuvo tiempo de darse cuenta de nada, y mucho menos de reaccionar. Ella se giró para mirarlo, desde el techo del tren que la sacó a toda velocidad de aquel lugar profundo al que no pertenecía. Aquel tren que la conduciría a la libertad, que le permitió volver a hacer volar los sentidos, a gozar con la luz, a temblar de felicidad, a sentir el placer en su piel, a dejar que quien quisiera, se llenara con su preciado aroma. Únicamente le había dado tiempo de arrancarle aquellas gafas oscuras que le tapaban la parte más débil y vulnerable. Pudo observar como se encogía de dolor, como la furia se apoderaba de él hasta causarle un dolor que no se calmaría más que con el paso del tiempo.
Rose le comtempló no sin ternura, viéndole aparecer caminando aún por las vías, con un aspecto frágil, con la cabeza baja, abrumado, miserable. A pesar de su compasión, era consciente de que no se podía fiar, que aquello era sólo apariencia, que la realidad quedaba oculta, oculta en su propia penumbra. El triunfo de Rosa era el fracaso de él, quien no tenía ni idea, por culpa de su propia ignorancia, que aunque que se le arranquen todos los pétalos a la Rosa, ésta nunca jamás pierde su perfume, porque su esencia va mucho más allá.