La Rosa del Miedo




El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta el amor. Y no sólo el amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma.
Aldous Huxley



Cada vez tenía menos facilidad para concentrarse en aquello que estaba haciendo. Estaba hasta las narices de tantos impedimentos y de tantas expectativas no cumplidas. De la familia, del trabajo, de los amigos... Pensó en tomar una alternativa que pudiera ser la más favorable para acabar de una vez con aquellas dudas y miedos, con aquellos nervios que no lo dejaban ser como era él. Nadie a su alrededor le apoyaba, bueno, alguien si, pero su opinión estaba destinada a perderse en el olvido. Se mantuvo firme, algunos días más, pero finalmente tomó la decisión, dijo basta. Lo dejaba todo, estaba harto y había llegado su momento. Se levantó aquel día con una gran puerta abierta que le decía insistentemente que la cruzara de una vez. Había quien le acusaba de tener miedo a las responsabilidades de la vida, del trabajo, de la familia, los hijos, no estaba en absoluto de acuerdo, no era miedo era necesidad de libertad. Recogió sus cosas en silencio para no despertar a los que dormían. La mesa todavía estaba puesta de la cena del día anterior, los niños en sus habitaciones dormían ajenos a lo que estaba a punto de suceder. Su mujer, como siempre estaba profundamente dormida, luciendo aquellas greñas que tanto la desfavorecían. Se acabó de vestir sin hacer ruido y finalmente pudo cerrar la puerta definitivamente, trás él. Disfrutó de aquella repentina libertad, de notar como desaparecía aquel peso que le caía encima y con el que no podía continuar ni un sólo día más. Ahora, por fin, sería libre y estaba dispuesto a disfrutar de su libertad hasta el agotamiento. Pensó que ya era suficiente sacrificio el que había hecho por su familia, por sus hijos, pero principalmente por aquella mujer, su mujer. Que fracaso de matrimonio, que desastre, si se remontaba al pasado, quedaba estupefacto recordando algunos momentos de su juventud que no acertaba a entender. Que le vio a Violeta, si era un saco de huesos con mucho pelo, fea y arisca. Era cierto que siempre estaba preocupada por él y por los suyos, como una infeliz. No soportaba su carácter, débil y sufridor. Cada día desde el primero se preguntó que le había visto a aquella mujer, sin conseguir entenderse a si mismo. Todo esto, estos recuerdos, su pasado, quedaban ya a sus espaldas. Ahora tenía que mirar hacía delante, caminar y olvidarse, nada, ni tan siquiera sus pensamientos le impedirían continuar. Cierto era, que desgraciadamente también había abandonado unos hijos pequeños de ocho y cuatro años. Le quedaba aquel rincón de culpabilidad por ellos, pero no era aquel suficiente motivo para hacerle cambiar de opinión. Seguro que Violeta saldría adelante, pediría ayuda a su familia y a sus amigos y conseguiría llevar la casa, en eso tenía confianza, era una mujer con recursos. Tendría que huir lejos, esconderse muy bien para no ser reconocido. Se dirigió al banco y vació las cuentas. Marchó hasta el aeropuerto y pidió un billete en primera clase hacía Brasil. Fue subirse al avión y esfumarse todos sus temores para comenzar a disfrutar de la paz que otorgaba el ser libre, no tener ataduras de ningún tipo, ser responsable únicamente de sí mismo.

Hacía una semana de su llegada. Estaba confortablemente instalado y disfrutando de su nueva vida, a la vez que buscaba insaciable nuevas experiencias que lo llevaran al éxtasis. Las mujeres brasileñas eran sus preferidas, el éxito estaba asegurado. Disponía de suficiente dinero para subsistir durante unos cuantos años, antes de ponerse a buscar trabajo. Mientras gozaba de todos aquellos placeres que le habían sido negados anteriormente. Sucumbió a todos y cada uno de ellos sin reparos, dejando que su cuerpo vibrara cada segundo del día con más intensidad. Vivió cada segundo hasta el mismo abismo de sus posibilidades. Olvindándose de todo y de todos. Nunca más volvió a sentir aquel pánico que cada día le acechaba al levantarse. Miedo al fracaso, miedo a no dar la talla, miedo a no saber estar, miedo al ridículo, un miedo que le provocaba nauseas. Le había costado mucho reconocerlo, pero ahora, después de todo, era cierto que había sentido el miedo en sus entrañas.

Ya habían pasado casi veinte años desde que llegara por primera vez a aquellas tierras. Se había convertido en un un hombre viejo, enfermo e irremediablemente insatisfecho. Se había destruido a si mismo, no había conseguido lo que deseaba y encima lo había perdido todo. Sus únicas riquezas en aquel momento de su desoladora vida, eran las largas conversaciones que casi todos los días tenía con un desconocido paisano de veinticuatro años. El joven Jacinto, se presentaba cada vez que sus ocupaciones se lo permitían. Era consciente de que para aquel muchacho ir tantas veces al Hospital le representaba un gran esfuerzo, pero le daba igual, quería que continuara haciéndolo y así se lo decía todos los días, exigiéndole que volviera a la mañana siguiente y que dejara lo que estuviera haciendo para ir a verlo. Ahora el miedo que le asaltaba se refería a la soledad. Únicamente se sentía vivo estando en compañía. Pensó que su obligación era atenderle, se trataba de un viejo enfermo, al que se le tenía que cuidar. Jacinto, le hacía ver y entender muchas cosas, le enseñaba un mundo y una manera de vivir que él no había conocido. Quizás, algún día le comentaría esas nuevas sensaciones que se estaban empezando a formar en su interior, quizás, hasta, algún día, le agradecería lo que estaba haciendo por él, quizás... algún día. Pero el miedo a la vergüenza de momento no se lo permitía.
Jacinto, le escuchaba con atención y no sólo se preocupaba por darle conversación y hacerle pasar un buen rato, sino que también se aseguraba de que las sábanas estuvieran limpias, de que se le hubiesen hecho las curas en la piel, que llagada por horas de inmovilidad, supuraba si no se trataba adecuadamente, con el peligro de coger una indeseable infección que complicaría la situación. Ciertamente, Esteban, sabía que había tenido mucha suerte en encontrar a esta persona o más bien en que éste lo hubiera encontrado a él. Los médicos no le daban muchas expectativas de mejora, su cuerpo respondía muy mal a los tratamientos que desde hacía meses incontables estaba tomando. No quería ni por un instante pensar que la vida se le acabaría en aquella cama, sucio y pestilente, no era posible, le volvió a asaltar el sentimiento de pánico, miedo atroz a morir abandonado. No era posible, al fin y al cabo había sido una buena persona, digna y sacrificada durante algunos años, era cierto que había abandonado una familia, que seguramente en estos momentos no se acordarían de él, ni querrían oír hablar. Era, este hecho de su vida, el único que de tanto en tanto le removía interiormente, pero no se arrepentía, pues había escogido lo que realmente quería.

Estaba sumergido en estos pensamientos cuando Jacinto apareció, sonriente, tranquilo y pulcro, como siempre, con aquellas ganas y aquella fuerza que le caracterizaban. Llevaba una bonita Rosa en las manos, algo que lo sorprendió. Acercó la silla a la cabecera de la cama y se dispuso a iniciar la conversación en aquella tarde de domingo, clara y soleada que invitaba a disfrutarla desde el exterior de aquellas tétricas paredes del Hospital. Pero Jacinto se debía a sus creencias. Le era imposible pensar en dejar morir a su padre, solo y abandonado, sin nadie que le recordara que en el Universo hay personas que saben perdonar, que saben querer sin pedir nada a cambio. Tenía que demostrarle a su padre, quien le había abandonado cuando contaba cuatro años, que aquello había sido una circunstancia del pasado y que cuando supo de su pésima situación no dudó en acudir en su busca, acercarse y mantenerse a su lado hasta el final. Él sabía que aquella visita sería la última, que su padre haría una última inspiración en pocos minutos. Por eso había querido ofrecerle aquella bonita Rosa, porque era la Rosa que definía perfectamente lo que sentía por su padre.

Esteban cogió entre sus manos la Rosa que le entregó su hijo, tuvo el impulso de preguntar por aquel sorprendente regalo. Se detuvo. No era necesario preguntar. Solamente con percibir de cerca sus pétalos, su aroma, su frescor, aquel color intenso, supo que significaba. Entonces, lloró, rompió a llorar como un niño pequeño, con un desconsuelo desgarrador, lloró hasta el agotamiento. No lloraba por arrepentimiento, tampoco lloraba por amor, ni por gratitud, no lloraba por ningún sentimiento concreto. Lloraba por haberse dado cuenta de que la vida se le escapaba y ya no le quedaba tiempo para ser perdonado. El miedo regreso al acto. Se produjo la última inspiración que se lo llevó lejos a la vez que de la Rosa se deslizaban lágrimas de dolor por haber sido reconocida cuando era demasiado tarde para rectificar.