La Rosa del Arrepentimiento




Hay que amar lo que es digno de ser amado y odiar lo que es odioso, mas hace falta buen criterio para distinguir entre lo uno y lo otro.
Robert Lee Frost

Cada vez que sus azorados ojos me miran, siento un fuerte mal estar en la boca del estómago que me hace tambalear. Como hoy, justo al entrar por la puerta, me ha comenzado a gritar:
- Vete de aquí, me molestas...
- Lo lamento, no me había dado cuenta, - que mal humor tiene éste otra vez, pensé. - Voy a salir a dar una vuelta, tardaré sólo unos minutos, - le informé, con la confianza de que a mi regreso ya se le habría pasado.
Acabé con mis quehaceres de casa lo más rápido posible. Tenía que airearme, me sentía atrapada, como si me estuviera ahogando, prisionera, desganada, en fin, con un abatimiento general de complicada solución. Era consciente de que debía plantar cara y al mismo tiempo me creía incapaz, metida en un lugar sin salida. Tuve el presentimiento de que cuando volviera a casa continuaría enfadado, como siempre, esto no tiene remedio, no lo soporto, no así. Continué lamentándome durante algunos minutos más mientras la feroz lluvia caía sobre mi sin tan siquiera calarme, de tan ensimismada que me encontraba con mis pensamientos.
Volví para casa, arrastrando los pies sobre el húmedo suelo, sin fuerza ni energía alguna, por simple costumbre. El agotamiento estaba a un paso de apoderarse de mí para siempre. Sólo tenía ganas de tomar un vaso de leche caliente y acostarme. Dormir, domir un montón de horas seguidas y soñar que despertaba en un hogar seguro y acogedor, plagado de cariño y afecto, donde la calidez impregnara las paredes, el techo y hasta el suelo. Abrí la puerta con sigilo y algo de temor a un tiempo.

- Has tardado más de veinte minutos. ¿Dónde estabas? – me miró desafiante. Me asusté.
- Ya te lo he dicho he ido a dar una vuelta. – Me daba rabia de mi misma cada vez que mi voz se tornaba temblorosa bajo su mirada inquisidora.
- ¿Porqué has tardado tanto? ¿Con quien estabas...? - insistió con desconfianza.
- Con nadie, - hice el gesto de darle la espalda, estaba empezando a asustarme. Su cara reflejaba asco hacía mi, eso me hirió de verdad, muy profundamente.

Se acercó, a pasos cortos pero decididos. Yo lo veía como un gigante, presentía que alguna cosa quería de mi, algo que no podía entender. Se me puso delante a tan sólo un palmo de distancia. Me miró fijamente. Soy una cobarde incapaz de reaccionar. Me quedé petrificada, no me atrevía a moverme, ni siquiera a respirar. No era ésta la primera vez que se comportaba así. Hacía solamente cuatro meses que estábamos casados. Antes siempre se comportó como un chico normal, con sus manías, es cierto, pero no con esta obsesión enfermiza por controlarme, por saber en todo momento, donde estoy, que hago, con quién voy y hasta en qué pienso. Estar a su lado es vivir en una prisión. No me ha pegado nunca. Pienso que es capaz de controlarse hasta ese punto. Que no se atrevería a hacerlo. Cuando descubre que ha conseguido atemorizarme como pretendía, cambia radicalmente de conversación y actúa como si aquí no hubiera pasado nada. Que cara más dura que tiene.
Se me han ido las ganas de tomar nada, quiero dormir, es vital para mí. Le preparo la cena y me voy a la cama, no quiero pensar, quiero olvidar, creer que todo es pasajero.
Estoy a punto de dormirme. Noto como se mete en la cama. Noto el olor a coñac. Ya estamos. Tiene el hábito de beber una, o a veces dos copas todas las noches, más la que ya lleva de por la mañana, la cerveza del almuerzo, el vino de la comida, la otra cerveza de media tarde y más vino para cenar.
Llevo un pijama grueso, es invierno, hace frío. De repente da un tirón al nórdico, con rabia, lo lanza al suelo dejándome destapada, a sus expensas. Me da un susto de muerte. ¿Qué hace ahora? Se me sube encima, como un animal, me arranca los pantalones y los botones de la camisa. Estoy temblando, nunca me había hecho esto antes, no con esta violencia. No me atrevo a abrir la boca. Cuando sé que esta a punto de penetrarme, cierro los ojos y pienso en otra cosa, no deseo mirarle. De repente siento como me coge la cara, me obliga a mirarlo y gritando me dice que nunca, nunca en la vida se ensuciaría con mis fluidos. Que le doy asco, que soy fea, gorda, mal hecha, una bruja, una puta. Que no estoy a su altura, que nunca lo estaré. Veo el odio reflejado en su mirada, una mirada que nunca antes había visto, una mirada que da escalofríos, que te hiela el corazón y te lo acelera a tanta velocidad que te piensas que se va a parar de repente, para siempre. No tengo lágrimas para llorar por mí, lloro por él. Como es posible este cambio. ¿Qué tiene? ¿Qué le ocurre...? ¿Qué se ha hecho de la persona de la que me enamoré? ¿Qué se ha hecho de Enrique? Sé que éste no es él. Algo lo domina. Él no es así.
Se ha quedado dormido, a mi lado. Tengo ganas de acariciarlo, de decirle lo mucho que le quiero, de que vea que el amor existe, que no se ha acabado a pesar de su comportamiento. Lloro, lloro con desconsuelo. ¿Cómo lo puedo recuperar? Sé que todavía queda un resquicio de él.
Han pasado tres meses, los episodios de violencia se han repetido en diversas ocasiones, desencadenados por diferentes motivos, todos ellos absurdos, sin razón, incoherentes. Nunca se arrepiente de lo que hace. No habla del tema, ni cuando me ve con los ojos irritados de tantas lágrimas infértiles, no le importa nada. Es como si se pusiera una venda, con tal de no ver lo que no le interesa. No quiere reaccionar. Yo sé que puede hacerlo, quiero creer que puede. Y mientras…, no puedo dejar de amarlo, incluso, cada día que pasa más y más. Porque sé que me necesita. Debo encontrar una solución.

Fue un 21 de octubre. Acababa de llegar del trabajo. Sonó el teléfono, alguien me llamaba, sabía mi nombre completo. Era la policía. Llegué al hospital en diez minutos, sacando el hígado por la boca. Él estaba en la UCI, muy grave, muriéndose. Me dejaron verlo.
Le cogí de la mano. Los bomberos tuvieron que intervenir para poderlo sacar de entre los hierros, se le había seccionado la pierna, se había estado desangrando durante más de quince minutos. En la cabeza tenía diversas contusiones importantes, estaba semiinconsciente. Algún día tenía que pasar, el alcohol había contribuido a la pérdida del control del coche.

Me miró de reojo, en cuanto supo que era yo quién estaba a su lado. Le hablé al oído, flojito, con mucha ternura. Lo que sentía, lo que me dictaba el corazón. Él me había odiado, nunca sabré porque, pero yo lo querré siempre. Él no me podía responder, pero no hacía falta, lo tranquilicé, no quería que continuara sufriendo. Le prometí que continuaría a su lado, que juntos superaríamos este desagradable momento que nos había tocado vivir, que no se preocupara por nada. Que ahora tenía la oportunidad para ser una nueva persona, para recuperar al Enrique de hace tan sólo unos meses, aquel Enrique del que me enamoré perdidamente. Percibí unas lágrimas sinceras, resbalando suavemente por su rostro, un rostro apagado, sin brillo, a un paso de esfumarse.
Le dije que le perdonaba, que no tenía que preocuparse por nada, que lo único que tenía que hacer era dejar salir a aquel Enrique que lo desvirtuaba y dejar entrar al Enrique tierno y amoroso. Al verdadero.

Haciendo un terrible esfuerzo, me susurró al oído:

- Te quiero Rosa, te quiero de todo corazón, te quiero como nunca he querido a nadie. Te quiero, perdóname, necesito tu perdón. – Pronunciaba a duras penas, con el corazón roto por el dolor y la voz temblorosa, pero al mismo tiempo sincero, percibí la sinceridad en sus ojos, tenían, incluso otro aspecto. Yo asentí. Sentí una emoción como nunca había sentido, lloré y también reí, le llené la cara de besos mezclados de lágrimas...